Amor eterno a Praga
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Tengo un eterno amor. Se llama Praga. ¿No me enamoraré ya de otra ciudad, como me enamoré de Brujas, y de Segovia y Budapest; como me enamoré de Álamos, de Oaxaca y Mérida?
Praga es una ciudad intemporal. En ella viven al mismo tiempo fantasmas de mil tiempos. Las horas de su antiguo reloj las oyen muchas vidas que ya murieron y muchas muertes que viven todavía. Este fantasma que veo ahora es el de San Juan Nepomuceno, ahogado en el río por orden del emperador; este otro fantasma que ahora miro es el de Ian Palach, que se hizo hoguera para protestar contra la opresión del comunismo.
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La gente llega a Praga en busca de Kafka, o para hallar a Mucha. Los turistas se toman una foto frente al busto dorado -kafkiano busto- del escritor sombrío, y luego visitan el templo de San Vito para mirar ahí el vitral que Mucha diseñó. Es la única vez, supongo, en que las eróticas delicuescencias del art nouveau sirvieron para exaltar la devoción católica.
Yo también busco a Kafka, y me tomo la fotografía, y miro las languideces mórbidas de Mucha. Pero hago luego una de esas peregrinaciones sentimentales que suelo hacer para encontrar a aquel que fui, a aquel que ya no soy, pero al que necesito hallar a fin de no perderme definitivamente. Cruzo el puente de Karol, sobre el Vltava, y voy al antiguo barrio de la Malá Strana. Ahí vive el espíritu de Ian Neruda.
En 1878 publicó su obra mayor: “Cuentos de la Malá Strana”. Son relatos de la vida en Praga. Leyó este libro un joven chileno, Neftalí Reyes, y decidió cambiarse el nombre: escogió el de Pablo, y adoptó como su apellido el de Neruda. El de Ian Neruda.
Yo leí esos cuentos en la edición de la benemérita Colección Austral. Recuerdo el vago ambiente que hay en las páginas del libro. Esa penumbra, como de paisaje difuminado por la niebla, la vi cuando estuve por primera vez en Praga, hace ya tantos años que aún lo recuerdo. En sus calles andaba el invierno todavía. Entré en el viejo cementerio y reviví ahí uno de los relatos de Neruda, el de aquella anciana que tuvo dos amores, ninguno de los dos cumplido. Murieron los hombres que ella amó, y cada Día de Muertos iba a poner flores en sus tumbas. ¿A cuál de las dos tumbas ir primero? No quería ofender la memoria de uno visitando en primer lugar al otro. Se hacía acompañar entonces por una niña, y dejaba que los pasos de la pequeña la llevaran a una u otra tumba. Así no faltaba al recuerdo de ninguno de los dos amados.
He andado, solo, por esas calles solitarias por donde anduvo Ian Neruda. Las calles son estrechas, y siguen las curvas del cercano río. Se conservan las casas, austeras como la religión que ahí sembró Ian Hus. Dos hogueras, una de la de Ian Hus, la de Ian Palach la otra. Y en el medio este otro Ian, Neruda, con su penumbra, esa penumbra que en las canciones se llama siempre “vaga”, y que vaga por estas calles, por este libro, y por este viajero que cada día siente un más grande amor por la penumbra.