Café Montaigne 217
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TEMAS
Tal vez y sólo tal vez debemos tomar una decisión al respecto: confinarnos eternamente en nuestra residencia y llevar sólo una vida virtual. Eso llamado redes sociales. ¿Cómo saldremos adelante en nuestra manutención, cuánta mesada será necesaria para seguir adelante y seguir vivos? Pues es intrascendente. Lo importante hoy es mentir, engañar, habitar un perpetuo teatro y montaje de oropel y lentejuela baratos: al final de cuentas, sí, eso lo cual habitan en pantalla plana y digital, los llamados “influencers” (¿Usted sabe su significado?).
El mundo se ha reducido dramáticamente a dos motivos: vivir o morir. Y lo anterior me ha recordado aquello lo cual escribió el enorme poeta mexicano, José Gorostiza al explicar o decir de los temas fundamentales de la literatura: la vida, el amor y la muerte. No más. Versos los cuales y espero no equivocarme, los deletrea Jorge Manrique al decir: “Llegó con tres heridas, la del amor, la de la vida y la de la muerte...” Lo cual y luego, el poeta mexicano avecindado en Venezuela, Víctor Calderón (vivió aquí en Saltillo por un año), recapituló en versos de uno de sus memorables sonetos al escribir: “Herido estoy de todas las heridas...”
Las heridas de amor, estimado lector, jamás cicatrizan. Y sí, son como el sexo de una mujer: una herida la cual nunca cierra y de la cual mana miel y deseo. El confinamiento ha despertado mi memoria de largo aliento. Abandonado en mi sepulcro, me he entregado en las horas más altas a repasar las flores marchitas de amor de mi panteón particular. Menuda ocupación en tiempos de Internet y de vidas prestadas y falsas en nichos de ficción y coronas de luz de las redes sociales. Repaso mi memoria, afloran varios nombres de musas ya idas en el tráfago de mi existencia: Diana, Damiana, luego otra Diana; luego se aparecieron las “Cecilias”. Una Cecilia, otra Cecilia. Luego las “Anas”; una Ana, otra Ana y una tercera Ana. Gabriela. Karina, Alejandra, Carmen, Gloria, otra Gloria, Raquel, otra Raquel; Jazmín, Celeste...
Me persiguen los nombres y las cosas pares. Todas ellas me han robado un pedazo de mí ser, de mi corazón y si aún sigo vivo y en esta tierra es por eso precisamente: vine a vivir, aunque en el intento no pocas veces he estado a punto de fenecer de tristeza, pero vine a vivir, amar y escribir: lo sigo haciendo. Lo voy hacer hasta el día de mi muerte. ¿Cuáles son los motivos, un buen motivo para escribir, si ya todo está gastado y casi, desde el origen mismo de la humanidad y de la escritura?
Recuerdo aquel viejo y perfecto texto del saltillense Julio Torri cuando deletrea: “Los novelistas han agotado los temas siguientes...” y luego ofrece su peculiar lista de temas ya secos: las mujeres, los amigos, el dinero, el éxito, la política, los hijos, los ideales. Caray, ¡sin duda! A reserva de mejorar el porcentaje le creemos al esteta Julio Torri al 110%. Pero vea usted estimado lector, pone como tema principal y siempre, ese hálito y eterno femenino: las musas, las mujeres.
ESQUINA-BAJAN
¡Ay con este sabio maestro! Ya luego Julio Torri desmenuza eficazmente la cuestión y el problema: con las mujeres no hay medias tintas ni paños tibios. En las novelas y textos literarios hay de dos sopas: se casan o no se casan. Los amantes son felices o son infelices. La mujer cae, o bien, la mujer no cae. Julio Torri tiene razón: por eso es tan difícil escribir hoy en día algo correcto, audaz, inteligente y brillante lo cual llame la atención de los lectores. ¿El amor es eterno? Sí, en las novelas, cuentos y poemas. En la vida real nunca. Mis padres se juraron amor eterno, hasta la llegada de la muerte de mi padre, para luego mi madre seguirlo al año y morir de tristeza.
¿Amé o creí amar a las musas de terciopelo antes aquí deletreadas? Sin duda, las amé a todas en su momento. ¿Motivo por el cual no me he quedado con una de planta o bien, ellas conmigo? Recluido en la soledad de mí residencia y escuchando una vieja tonada de jazz de Duke Ellington, me reconozco en el tren macilento y gris el cual lleva aparejado un cabús de tristeza: no lo sé. Ha de ser como mi admirado Francis Scott Fitzgerald, una incapacidad mía y sólo mía de no poder entregarme del todo y siempre, a la musa en turno...
Hay un viejo libro ya olvidado de Paul Morand, “El viajero y el amor”, donde éste aborda la vida sedentaria de pareja (un amorcito, un cochecito, una casita, un perrito, unos hijitos...todo seguro y en su sitio monótono y aburrido) en contra parte con la vida libre y errátil de aquellos viajeros empedernidos los cuales se aventuran (con plata o sin ella) a cualquier confín el cual es necesario y obligado conocer. Parte de mi vida, esta y no otra ha sido mi divisa. El sedentarismo hasta hoy se me está dando obligadamente.
La espigada y bella Claudia Mota, al platicarle de mi vida y andanzas (mi arrogante posición de no tener preocupación por el día de mañana) por ya casi todo México y sus bellos lugares, da un suspiro, bebe de su cerveza oscura y me musita quedamente: “Jesús, llévame, vamos un día a esos paraísos. Quiero conocer Puerto Vallarta y Veracruz, pero llévame a Cancún, para caminar desnuda por la playa... bueno, sólo con un pareo de encaje transparente. Llévame para emborracharnos y esperar la primera luz del sol. Llévame y dime cosas bonitas al oído como hoy...”
LETRAS MINÚSCULAS
Claudia Mota tiene las piernas más hermosas las cuales jamás había visto, del color oro del ron antillano deletreado por Ernest Hemingway. Sus caderas redondas, como llama viva, oscilan perturbadoramente como badajo de campana... anochece.