Café Montaigne 342: Este ya no es mi mundo: nadie lee; todos le preguntan a internet

Opinión
/ 1 mayo 2025

Nadie lee. Por lo demás, a las nuevas generaciones no les hace falta. Son felices e infelices así: analfabetas funcionales

El mundo como tal, o como lo he conocido hasta hoy, está a punto de desaparecer. Caray, yo mismo estoy a punto, y de un tris, de morir. Tengo 60 años sobre la tierra y no tengo la más mínima gana de seguir viviendo. No se me asuste, lector: padezco depresión, ictericia, melancolía, tristeza desde mi infancia; pero jamás, jamás me voy a suicidar. Esa cosa es de valientes, no de cobardes como yo. Pero en honor a la verdad, y de nuevo, este mundo no me interesa en lo más mínimo.

Voy dos o tres veces a la semana a Monterrey por motivos de trabajo, usted lo sabe. Amén de ver a dos musas que por allá me reciben. Aquí, y desde hace años, no tengo novia. Voy y vengo en autobús. Los viajes han cambiado de tal manera que reniego harto de ellos.

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Varias veces me ha tocado sentir y padecer lo siguiente: mis compañeros de asiento (varón y/o varona), se apoltronan en su sillón, le dan clic a su celular “inteligente” y se pasan el trayecto viendo y escuchando... ¡los mejores 100 chistes de México! No, desgraciadamente no es broma. O bien, escuchan obras completas de corridos de narcos. Así de sencillo, así de complicado. Pero nadie lee. Ni en defensa propia.

La lectura y la inteligencia han pasado de moda. Ser alcohólico, como yo, también. Lo de hoy es la droga dura y jamás, jamás, leer ni una línea. Caray, este ya no es mi mundo. Avanzamos, lo he contado antes: la naturaleza no me interesa. Bueno, me interesa poco. No sé, desde niño abjuro de los arbolitos, los pececillos y la vida amable, primitiva y arcaica, en un entorno donde los venados lleguen a comer de mi mano y los coyotes fieros, lejos de aullar, lleguen puntuales a jugar con gallinas y conejos. Bah, ¡paparruchas!

Dadme a escoger, lectores, entre una semana de vacaciones en el campo, entre la vida silvestre y el canto de los pajarillos al amanecer y una semana a todo tren en la bella Ciudad de México o en la cosmopolita Guadalajara. Claro, me quedo sin duda alguna con la segunda opción.

Dos ejemplos, dos puntos de coincidencia encuentro en mi precaria memoria, a vuelapluma, al redactar estas atropelladas notas en este aún más atropellado texto. Un modelo es mi admirado Thomas Bernhard y otro es aquel juez, personaje memorable de León Tolstói, Iván Ilich. Me detengo primero en el segundo aquí nombrado. Antes de que el mundo se le precipitara con toda su fiereza, a los 45 años de edad, el cosmos parecía ser puro, feliz y perfecto para el juez de provincias, Iván Ilich Golovín. A punto de ser nombrado para una jefatura mayor, con un considerable aumento en sus emolumentos, y antes de saberlo, él mismo, y precisamente para reducir gastos, específicamente en el año de 1880, nos cuenta Tolstói, Iván Ilich solicitó licencia y cargó con esposa e hijos para pasar el verano canicular ruso en la casa de campo de los padres de su esposa, Praskovia Fiódorovna.

Fijemos atención en lo siguiente: aquí y sólo aquí, nos dice el escritor Iván Ilich: “en el campo, sin ocupación, por primera vez experimentó... no solamente el tedio, sino una tristeza intolerable, razones por las cuales determinó que no era posible vivir de aquel modo...”.

ESQUINA-BAJAN

¡Puf! Qué ecuación: naturaleza más tedio y ocio es igual a tristeza. Así de sencillo. La historia todo mundo la conoce, es ingrata, rasposa, pero a la vez tiene un final fuerte, bravo, donde se pulsa la verdadera poesía. Y cosa “curiosa”, por decir lo menos: el conde Lev Tolstói largó propiedades, regaló todos sus bienes... para irse a vivir con los campesinos y al campo.

Tolstói aprendió un oficio: se hizo zapatero. Thomas Bernhard, nihilista, escribió que al irse a la montaña por varios meses, éste se había convertido en “un meditabundo melancólico, que iba de un lado a otro por y entre los prados, que anda por los bosques con la cabeza baja...”. Me identifico con ambos por lo anterior y siguiente: la naturaleza mata. Pero hoy, quien mata es Internet, sus redes sociales y toda esa basura cibernética.

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Nadie lee. Por lo demás, a las nuevas generaciones no les hace falta. Son felices e infelices así: analfabetas funcionales. Y de hecho, hoy los contratan por eso: no saber leer ni escribir. Son los famosos “influencers”, los cuales todo lo pudren y todo lo devastan a su paso.

Lo escribí líneas arriba, el liminar viene a cuento por lo siguiente: el pasado miércoles 23 de abril, la avispada reportera de esta casa editorial, doña Katya González, publicó un reportaje de campeonato que nos desnuda como sociedad de cuerpo entero, el título de su nota fue el siguiente: “Sin hábito por la lectura 88 por ciento de alumnos”. Sencillo: la ignorancia total. Luego vendrán las drogas... luego la muerte.

El reportaje es tremendo y aleccionador. Duele en las fibras del alma de gente vieja y cansada como yo, que me formé en los libros, buscando respuestas a este mundo. Hoy todos los humanos le preguntan a Internet. Alguna vez le cuestionaron al Nobel mexicano, Octavio Paz, que para qué diablos servían los libros, a lo cual el gran poeta (cito de memoria) contestó...

LETRAS MINÚSCULAS

“Los libros nos otorgan y nos regalan y nos fomentan nuestra capacidad de amar”. Es decir, ser humanos. Ya acabó la evolución, ahora es involución. La afasia, pues. Sin palabra los “humanos” de hoy. Memes, no palabras. Y son felices.

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