Castillos en el aire
Hay locos muy cuerdos, digo yo. Por la calle de Obregón −¿o era Purcell?−, entre Aldama y Venustiano Carranza, hoy Manuel Pérez Treviño, vivía un loquito, pariente de cierto compañero mío de la Anexa. El tal loquito, condenado a perpetua reclusión en una casa vacía, se asomaba todas las tardes a la ventana de la calle. Llegábamos nosotros, escolares, y él nos ayudaba con la tarea. Resolvía para nosotros los problemas de quebrados; hacía con pasmosa facilidad aquellos abstrusos cálculos del interés compuesto. Yo lo admiraba mucho. Estaba loco aquel loquito, pero sabía muchas cosas.
Nadie me ha podido decir si otro loquito que conocí en Arteaga, el maistro Pico, estaba en verdad loco. Pico no era apellido; era el diminutivo de su nombre: Pacífico. En Arteaga ese nombre fue de mucho uso; se podían contar en la Villa al menos tres Pacíficos. Uno era de apellido Valdés, otro Dávila y el tercero Flores. Éste era el maistro Pico.
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De oficio albañil, se dedicaba a hacer remiendos. Hay zapateros remendones, y hay también, por causa de utilidad pública, albañiles remendones. El maistro Pico podía hacer una casa. Al menos eso decía él. Pero nadie se lo creía, y lo llamaban sólo para tapar una gotera, componer un enjarrado caído o pegar unos ladrillos sueltos.
-Si quiere le hago una casa −decía él invariablemente a quien lo contrataba. Pero nadie quería que el maistro Pico le hiciera una casa. Estaba loco. ¿Quién anda por ahí diciendo: “Si quiere le hago una casa”? Nadie. Y ¿quién le encarga a un loco que le haga una casa? Nadie.
Lo más probable, sin embargo, es que el maistro Pico no estuviera loco. Estaba solamente un poco aireado. Así llamaban antes a los que no eran ni cuerdos ni locos. “El inocente está aireadito”, decían las gentes, con ternura, de aquellos niños que mostraban debilidad mental. Y los querían mucho. Así querían a Pico. En cierta ocasión un forastero que presumía de gracioso se refirió al maistro Pico llamándolo “el loco Pacífico”. Nadie le celebró tal ocurrencia.
Un cierto sucedido −sucedido cierto− me hace dudar de la locura del maistro Pico. Por divertirse con él, como los duques con don Quijote y Sancho, un rico señor de Arteaga le encargó, en presencia de sus amigos, la casa que el maistro Pico ofrecía siempre hacer. Le mostró unos enrevesados planos, que él miró con atención reconcentrada. Después de verlos, el albañil dijo que él podía hacer esa casa.
-Pero hay un detalle, maistro Pico −le dijo el que encargaba la obra−. Como ve usted, la casa no tiene cimientos. Y es que la quiero en el aire.
-¿En el aire? −dudó el maistro.
-Sí −confirmó el burlón−. Suspendida en el viento, sin columnas, amarres ni cualquier otro punto de sustentación; a unos metros de altura −no muchos, unos 50 nada más−, para poder ver hasta Saltillo y Monterrey. ¿Puede usted hacer esa casa?
-Claro que puedo −replicó sin dudar el maistro Pico−. Nomás necesito algunos pesos de adelanto −no muchos, unos 100−, como señal para cerrar el trato.
-Aquí los tienes −dijo el otro al tiempo que le entregaba con ademán de suficiencia la dicha cantidad−. Pero ¿de veras te comprometes a hacerme esa casa tal como la quiero, en el aire?
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-Sirvan estos señores como testigos de que me comprometo −respondió Pico embolsándose el billete−. El lunes mismo la comienzo. Sólo un favor le pido: vaya subiéndome los materiales. Cuando estén allá arriba empezaré el trabajo.
Y así diciendo el maistro Pico se retiró, feliz. Llevaba en los labios una sonrisa socarrona y en el bolsillo un billete de 100 pesos.
Como dije: a lo mejor el loco Pico tenía más de pico que de loco.