Cosas de hombres. Y de mujeres
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Eran tiempos de la revolución. De la revolución constitucionalista. Aquel hombre y aquella mujer se conocieron en Piedras Negras, entraron en amores y juntos los dos, sin matrimonio de por medio, se fueron de esa ciudad hacia Torreón.
Empezaron a vivir la vida azarosa de la lucha armada. La mujer seguía al hombre a todos lados: estaba con él en los cuarteles; lo esperaba cuando la tropa salía a combatir; se acostaba a su lado ya fuera en la relativa comodidad de malos hoteluchos o en la incomodidad del vivac, sobre la tierra y bajo el cielo. Eran tiempos de revolución. De la revolución constitucionalista.
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Cierto día iban en tren por la vasta llanura del noroeste. De Coahuila habían ido a Chihuahua, y ahora se dirigían a Sonora. Toda la tropa iba apiñada en el tren. Los vagones, atestados, llevaban gente hasta en el techo. Sentados al lado de una ventanilla el hombre y la mujer veían pasar el monótono paisaje. Parecía que en toda la extensión había sólo un cactus, o una sola cerca, o un sólo poste de telégrafo. Todo se repetía hasta el cansancio.
De pronto aquella árida visión se enriqueció. En la ventanilla apareció un par de bien torneadas piernas de mujer. Pertenecían a una soldadera que viajaba en el techo del vagón. El hombre se excitó a la vista de aquellas mórbidas redondeces. Sin medias, la desnudez de las carnes morenas era realmente apetecible.
-¿Te gusta lo que ves? −le preguntó al hombre su compañera.
Vaciló él al contestar.
-La verdad, sí.
-Claro −aceptó la muchacha−. Eres hombre; te tiene que gustar. Yo sé de quién son esas piernas. Hace rato me asomé por la ventana y platiqué con la dueña. Es mi amiga; nos conocemos bien. Si quieres te la puedo conseguir.
El hombre no daba crédito a lo que estaba oyendo. Hablaba su compañera con toda naturalidad, como si tratara de algún asunto sin importancia, cotidiano.
-¿Qué estás diciendo? −preguntó.
-Lo que oyes −replicó la muchacha−. Si quieres, llegando a Hermosillo te puedo conseguir que pases un buen rato con ésa.
-Bueno −dijo él.
No quería aparecer como poco hombre. Después de todo eran tiempos de revolución, y él era revolucionario. Y constitucionalista, además.
Tal como se dijo se hizo. Al día siguiente de la llegada a Hermosillo le dijo su compañera al revolucionario:
-Ya está listo tu asunto. Ella te esperará en el hotel de la estación a las 4 de la tarde. A esa hora su hombre tiene guardia en el cuartel.
Y se hizo tal como se dijo. A la hora indicada, con puntualidad de corrida de toros, el hombre se encontró con la soldadera en aquel hotel de mala muerte que para él fue de buena vida. Aquella tarde corrió el mejor de los caminos montado, si no en potra de nácar, sí en yegua alazana de carnes duras y morenas.
Por la noche se reunió otra vez con su compañera. No se atrevía a hablarle. Una como vergüenza interior lo poseía. Pero ella habló primero.
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-¿Cómo te fue?
-Bien −acertó él a decir, confuso.
-¿Estaba buena la prieta?
-Sí.
-El prieto también.
-¿Qué dices?
-Que el prieto también estaba bueno. Mientras tú estabas con esa mujer yo estaba con su hombre. También pasamos un buen rato juntos. Desde que lo vi en Torreón me gustó mucho el pelado. Tú me celas mucho, no me dejas sola ni un momento. De algún modo le tenía que hacer.
El hombre iba a enfurecerse, pero no se enfureció. Después de todo eran tiempos de revolución. Y él era revolucionario. Y constitucionalista además.