Cintarazos y fuisilamientos: el inicio de las fiestas patrias en Arteaga
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Tiempos de mucha dificultad eran aquellos y, para muchos, calamitosos tiempos, aunque no tanto como los que estamos viviendo en estos días. Acababan de entrar en vigor −y en rigor− las Leyes de Reforma emitidas por don Benito Juárez y su cohorte de liberales puros.
Apareció un decreto en el cual se ordenaba celebrar solemnemente las fiestas patrias. El 5 de mayo y el 16 de septiembre debería erigirse en la plaza principal de cada población un altar adornado con banderas y ramas de cedro y de laurel, y colocar en él las efigies de los héroes. Reunidos los vecinos en torno de ese altar se dirían discursos alusivos al fasto.
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Eso del altar no le gustó mucho a don Antonio Dávila Peña, alcalde de Arteaga. En su opinión no debía haber más altares que los de la iglesia. Era católico devoto don Antonio, buen cristiano, y eso de “un altar” en medio de la plaza le pareció cosa de herejes. Menos todavía le cuadró lo del discurso: seguramente a él le pedirían que dijera el primero. Así, echó la copia del decreto al bote de la basura.
Llegó el 15 de septiembre, fecha que en Arteaga nunca antes se había celebrado. Ni don Antonio ni el secretario del Ayuntamiento, Jesús Cárdenas, se acordaron del altar, los discursos, el desfile de todas las fuerzas vivas y las demás también, la bandera en el Palacio Municipal y los vivas a los héroes que nos dieron Patria. Se les fue en blanco el señalado día. Andaba en su rancho don Antonio, en Las Laderas; se había ido a Saltillo don Jesús. Ni por aquí les pasó festejar a don Miguel Hidalgo.
Llegó a la capital del Estado la noticia de que en Arteaga no se había celebrado la fiesta de la Independencia. ¡Ah! Seguramente eso era obra de “la reaición”. (Ahora sería de neoliberales, conservadores o fifís). A los tres días se presentó en el poblado un piquete de 25 soldados mandados por el mismísimo jefe de las armas de Saltillo. Tomaron presos al alcalde y a su secretario, los pusieron entre dos filas de soldados y los hicieron ir por toda la calle de la acequia, desde la partición hasta el tanque de la Cruz, que luego fue la alberca. Les dijeron que los iban a fusilar por cangrejos, o sea por mochos, por conservadores. ¿Por qué no habían festejado a los héroes? Protestaba con vivas instancias don Antonio; sudaba y trasudaba el secretario. Todo era inútil: impertérrito, el jefe de las armas buscaba con la mirada un sitio apto para la ejecución.
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Qué ejecución ni qué ojo de hacha. No era tal el propósito del mílite. Apenas quedó atrás la última casa el jefe les puso una buena regañada a los asustados munícipes. Luego, a fin de que la reprensión se les grabara bien, ordenó a un cabo que les diera a ambos una competente ración de cintarazos, la cual disposición cumplió muy bien el hombre, quien con la parte plana de su espada quitó el polvo a los lomos y las nalgas del alcalde y de su secretario.
Nunca más olvidaron los dos las fiestas patrias. Contaban los vecinos que apenas pasaba el 5 de mayo se ponían los dos a preparar los festejos del 16 de septiembre. Con propia mano dibujaba don Antonio el patrio altar. Don Jesús, por su parte, se ponía a preparar su discurso. Lo ensayaba con vehemencia en el patio de su casa. Oía los ensayos su vecina, doña Carmen Flores de Cepeda, y de tanto oír el discurso se lo aprendía de memoria. Lo recitaba a sus comadres luego, en las meriendas, y así cuando llegaba el esperado día y el orador subía a la tribuna un coro de mujeres memoriosas iba acompañando en voz alta su peroración. En Arteaga, ahora lo sabemos, se inventó la poesía coral.