Comala

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El hombre es mago; obra maravillas. ¿Por qué entonces en su charola no hay duraznos?
Cuando Juan Rulfo escribió que fue a Comala porque le dijeron que ahí vivía su padre, un tal Pedro Páramo, escribió la frase más famosa de la literatura mexicana, y puso en el mapa de las letras universales al pueblo de ese nombre, en el Estado de Colima.
En Comala habitan fantasmas desde mucho tiempo antes que Rulfo los mirara. En mi último viaje supe de cosas mágicas que en Comala sucedieron. ¿Sucedieron? Nadie podría decirlo. Ahí nunca se sabe si las cosas pasaron o alguien las soñó. Pero si fueron sueño ¿por qué todos las cuentan, y citan nombres de testigos, y algunos hasta aseguran que las vieron?
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Comala... Principios del pasado siglo... Don Chimano Montes, ranchero acomodado, ha ido al pueblo a comprar los víveres de la semana. Oyó devotamente la misa mayor, la de las 10 de la mañana. Al salir de la iglesia mira en la plaza a un corro de gente bullidora. En medio está un hombre que habla y gesticula. Se acerca, curioso, don Chimano. El hombre a quien rodea la gente es un mago. Tiene ante sí una pequeña mesa. Sobre la mesa no hay nada. La cubre el mago con un lienzo y dice unas palabras misteriosas. Luego levanta el lienzo con movimiento rápido. Sobre la mesa hay ahora una charola llena de fruta: sabrosos mangos, plátanos, mameyes, un coco y una piña, chirimoyas...
La muchedumbre aplaude. A don Chimano, escéptico ranchero, se le escapa una observación:
-No hay duraznos.
En efecto: la gente mira que en la charola no hay duraznos. Explica el mago:
-Ahorita no es tiempo de duraznos.
-Para la magia no hay tiempos, ni estaciones −opina un señor muy bien vestido−. Si es usted mago, como dice, debe poder aparecer duraznos.
El público asiente. El hombre es mago; obra maravillas. ¿Por qué entonces en su charola no hay duraznos? Es más fácil aparecer un pequeño durazno que un coco o una piña.
-Queremos ver duraznos −empiezan a decir otros.
El mago está molesto.
-¿De dónde quieren que los saque? En ninguna parte hay ahora duraznos.
-Entonces no es usté tan mago −opina una señora.
-¡Du-raz-nos, du-raz-nos! −empieza a corear la gente, ya con burla.
-Sólo que se los trajera del Paraíso −responde atufado el individuo−. Ahí sí hay fruta de toda en todo tiempo. Aquí no.
-Pos traiga los duraznos del Paraíso, pa’ creerle −exige ya envalentonado don Chumino.
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Lo mira el mago con mirada penetrante, turbadora. Luego fija esa misma mirada, uno a uno, en quienes forman el corro que lo cerca.
-Está bien −dice enseguida−. Si quieren duraznos les daré duraznos.
Abre una caja y extrae de ella una escala de cuerda cuya punta pone en dirección del cielo. La escala empieza a ascender con lentitud hasta que su extremo se pierde tras las nubes.
-A ver, un niño −pide el mago.
Y toma a uno que está junto a su madre. La mujer, alelada, no tiene fuerzas para protestar.
-Sube por la escalera, niño −ordena el mago−. Cuando llegues al cielo encontrarás duraznos. Córtalos, y échalos acá.
Sube el niño, obediente; se pierde también entre las nubes. Los lugareños no pueden creer lo que están viendo. Retroceden un poco, temerosos.
-¿Querían duraznos? −les pregunta el hombre entre burlón y amenazante−. Pues tendrán duraznos.
(Continuará mañana).