Como si no hubiera pasado
La pandemia no ha terminado, y a diario nos llegan noticias de conocidos infectados. Pero como en España los estultos gobernantes y buena parte de la población han decidido que sí, que el virus ya es agua pasada, quizá no esté de más echar la vista atrás e intentar recordar cómo era el mundo anterior al COVID. Una ojeada somera indica que todas las sandeces y cursilerías que en su día se soltaron y escribieron —“Saldremos mejores”, “Se nos brinda la oportunidad de reflexionar y elegir prioridades”, etcétera— han resultado ser, amén de sandias y cursis, enteramente falsas o erróneas. Da más bien la impresión de que casi todo el mundo, con los políticos a la cabeza una vez más, hubiera estado aguardando ansiosamente para volver a sus majaderías sin alterar una coma. Las televisiones emiten los mismos programas zafios y vejatorios, los informativos siguen siendo infames, la publicidad más abyecta que nunca —y ya es decir—, los líderes continúan a pedradas y haciendo gala de inepcia y vacuidad, las gentes han reanudado sus viejas costumbres de viajar sin ton ni son en abominables cruceros e infinitos vuelos contaminantes, de hacer fotos de platos o de sí mismas y acudir en masa a todo (porque “hay que ir”) aunque no les interese lo más mínimo; las riadas de turistas han regresado para dolor de nuestras ciudades, paisajes y playas, la afición a opinar de cuanto se ignora permanece inalterable en las tertulias como en las redes, la mala baba es omnipresente sin que preocupe el daño que pueda infligirse, la mayoría lo busca con ahínco; la capacidad de raciocinio, lejos de mejorar, ha empeorado: sólo faltaba una plaga para avivar las teorías conspiratorias y el mal agüero; los bancos han aprovechado para cerrar sucursales y despedir a empleados, la Administración para convertir cualquier gestión en un laberinto sin salida, las compañías eléctricas para sacarles los higadillos a los ciudadanos modestos; la llamada “solidaridad” ha pasado a ser una mera palabra en boca de sinvergüenzas demagógicos. A mi parecer, en suma, no hemos salido de la pandemia, pero somos iguales o peores.
Hay una invasión de Putin que nos procura pesadillas, pero en el fondo nos trae sin cuidado: aquí lo que de verdad importa es la Semana Santa, la Feria de Sevilla, los sanisidros, los sanfermines, el próximo puente y los 200 mil festejos populares que se avecinan con el buen tiempo. Y por supuesto las vacaciones de agosto, para las que se calientan ya los motores de las escapaditas, las cervecitas, las playitas, las paellitas, las gambitas, los bañitos, las siestecitas y los aperitivitos.
Y sin embargo... ¿No tienen la sensación de que cuanto fue anterior al virus está increíblemente lejos, mucho más que los dos años que han transcurrido? Aún es más, ¿no la tienen de que los meses de confinamiento forzoso pertenecen a otra época, tan distante que se recuerda brumosa? ¿Y los aplausos a los sanitarios desde los balcones? ¿Y Trump, que todavía gobernaba cuando se inició la peste? ¿No les parece que hace siglos de la investidura de Sánchez y del (políticamente) fenecido Iglesias? ¿Que el actual Gobierno, lejos de los dos años y medio que lleva en el poder, acumula en él más de un lustro? ¿Quién se acuerda de Iván Redondo, González Laya o Celaá, que tanto dieron que hablar (para mal)? ¿Quién de Cospedal o Sáenz de Santamaría? Es imposible que hace sólo tres años ellas y su jefe cortaran el bacalao. ¿Quién de la criminal incompetencia de Albert Rivera, que de haber sido menos vano podría ser Vicepresidente aún hoy? ¿Quién de Torra y de su afición a llamar “hienas” a los españoles y a los catalanes no fanáticos?
Todo continúa invariable, más o menos. Yo pienso, en cambio, que se rompió el hilo de la continuidad de nuestras vidas, por mucho que finjamos haberlas reanudado exactamente donde las dejamos el 15 de marzo de 2020. Que todavía vivimos en estado de shock y de incredulidad, artificialmente anestesiados y desmemoriados, intentando pasar por alto lo que nos ha ocurrido. Si los casi 200 asesinados en los atentados de 2004 supusieron un trauma insuperable durante mucho tiempo, ¿cómo no vamos a estar estupefactos y horrorizados por la muerte —no violenta, algo es algo— de las 100 mil o más personas víctimas del virus? ¿Qué país puede encajar eso tan alegre y frívolamente como aparentamos haberlo digerido nosotros? Qué digo “digerido”: arrinconado, arrumbado, borrado, negado. Me temo que los únicos que lo tienen presente a estas joviales alturas son los familiares de los difuntos y los admirables médicos, enfermeras y demás personal sanitario, sobreexplotados, que tantas agonías presenciaron, tantos combates entre la vida y la muerte, tanto horror y agotamiento e incertidumbre padecieron un día interminable tras otro, y que en número no escaso perdieron la salud o la vida por cuidar y salvar a sus pacientes, aunque algunos se lo pagaran con exigencias y desplantes —“Para eso están ustedes, para curarnos si enfermamos”—. Me pregunto con qué desolación ven ellos los actuales desenfrenos y farras, ahora que creemos que todo ha pasado, cuando en realidad no ha pasado.
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