Coahuila: Dos retratos de ayer

Opinión
/ 29 octubre 2024

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Gustavo Espinosa Mireles, gobernador de Coahuila, fue hombre de singular ingenio. De ese ingenio trata la anécdota que en seguida voy a relatar.

Había llegado el tiempo de elegir diputados al Congreso del Estado. Concurrieron a la elección candidatos de dos partidos, uno el oficial, apoyado por el gobernante, y otro el de la oposición. Los candidatos oficiales participaban con el distintivo rojo; los oposicionistas con el verde.

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Las elecciones se efectuaron y ganaron algunos candidatos rojos y otros verdes. Un colaborador cercano de Espinosa Mireles le expresó su preocupación.

-¿Qué haremos, licenciado, con los diputados contrarios a nosotros que entraron al Congreso?

Espinosa Mireles no compartía esa preocupación. Conocía muy bien la naturaleza humana, y sabía que cuando conocen las mieles del presupuesto, el tibio acogimiento de la nómina, la tranquilizadora seguridad que dan el día 15 y el día último, hasta los más acérrimos oposicionistas y los luchadores más intransigentes se amansan y dulcifican, se vuelven dóciles y se olvidan de sus pasados arrebatos. Así, dijo Espinosa Mireles con socarrona sonrisa:

-No se preocupe usted, mi amigo. A esos diputados les pasará lo que a los chiles verdes, que con el tiempo se ponen colorados.

- II -

El general Santiago Ramírez, de la gente de Villa, fue durante poco tiempo gobernador de Coahuila. A ese puesto lo llevaron los azares de la Revolución. Hombre rudo, apenas sabía leer y escribir, y se expresaba con las rotundidades de los hombres del campo y de la guerra.

En su despacho del palacio de Gobierno todo le asombraba: el grosor de la mullida alfombra en que se hundían sus recias botas de jinete; los candiles de prismas que descomponían los rayos de la luz en todos los colores... Pero su máximo asombro era el teléfono. Cuando lo usaba solía decir:

-De aquí p’allá Ramírez. ¿Quién de allá p’aca?

Así como se lo dieron, los azares de la lucha civil le quitaron a Santiago Ramírez el puesto de gobernador. Y, más aún, le quitaron también la vida. Cayó en manos de los carrancistas, y juzgado en consejo sumarísimo de guerra fue condenado a ser fusilado en el panteón. Tranquilamente afrontó sus últimos momentos. Con actitud tranquila fue por las calles, escuchando sin inmutarse los gritos de la turba que lo denostaba por las crueldades que había cometido. En la esquina de la actual calle de Emilio Carranza y calzada Madero pidió que le compraran un jarrito de pulque, y lo fue bebiendo a pequeños sorbos mientras llegaba al Panteón. Ya frente al paredón dictó a los periodistas sus últimas palabras, pronunció un pequeño discurso ante la multitud que veía su fusilamiento y luego dirigió su ejecución. Cuando gritó la voz de ¡fuego!, dicen, tenía una extraña sonrisa entre los labios.

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