Cuando la vida es buena
Cuando la vida es buena, se corre el riesgo de pasar por alto las maravillas de lo cotidiano. El intelecto puede adormecerse e incluso ignorar amenazas o riesgos inminentes. El alma, insensibilizada, deja de percibir la indigencia en la que innumerables personas apenas logran sobrevivir, así como el desprecio y la indiferencia que provienen, precisamente, de quienes disfrutan de una vida buena.
Cuando la vida es buena -cuando hay techo, alimento y abrigo- surge, paradójicamente, uno de los peligros más silenciosos de nuestra época: olvidar. Olvidar que el bienestar en la cotidianidad es un privilegio para pocos. Olvidar que el sufrimiento ajeno no se detiene porque a nosotros nos vaya bien. Olvidar, incluso, que la vida misma es frágil, breve y transitoria.
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APARIENCIAS
En este estado de aparente bienestar, el alma puede atrofiarse: nos volvemos expertos en administrar nuestras agendas, pero analfabetas emocionales para percibir el dolor de los otros.
Como escribió Emmanuel Lévinas, “la presencia del otro me obliga”. Sin embargo, para quienes disfrutan de una vida grata, esa obligación moral puede volverse fácil de ignorar, sobre todo cuando el otro no interrumpe sus rutinas ni incomoda sus pantallas o redes sociales. Aún más, cuando se habita en entornos cerrados, blindados frente a lo distinto, la alteridad se diluye, y con ella, también la conciencia del deber.
Es cierto: no es maldad lo que muchas veces nos separa del otro, sino un letargo del alma. Un vivir como si lo normal fuera que todo funcione, que la paz nos pertenezca, que los días buenos se deban solo a nuestro esfuerzo. Y ahí comienza el olvido: cuando se deja de mirar a quien sufre y se empieza a creer que uno lo merece todo y entonces el egoísmo triunfa sobre el amor.
MILAGROS
Martín Descalzo lo advierte: “sólo en el infierno no se podrá amar. Porque el infierno es literalmente eso: no amar, no tener nada que compartir, no tener la posibilidad de sentarse junto a nadie para decirle ¡ánimo! Pero mientras vivimos no hay cadena que maniate al corazón, salvo claro está la del propio egoísmo, que es como un anticipo del infierno. «Los verdaderos criminales -decía Follerau- son los que se pasan la vida diciendo yo y siempre yo.» En cambio, allí donde se ama se ha empezado a construir ya el cielo a golpe de milagros”.
En este sentido, si el bienestar se transforma en un muro que aísla a las personas de la miseria de los “otros”, entonces no es bienestar, es egoísmo refinado.
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Por eso, cuando la vida es buena, se corre el peligro de caer en la ilusión de que el mundo es justo, de que la suerte es un mérito, de que la compasión es opcional.
CANSANCIO
Byung-Chul Han no se equivoca al expresar una sentencia crudísima: “La sociedad del rendimiento produce sujetos ensimismados, agotados y ciegos al sufrimiento que no genera beneficios”. Pero la crueldad no debe normalizarse. El amor y la generosidad tendrían que ser lo verdaderamente normales. Son los pequeños gestos los que pueden generar grandes cambios.
PÉRDIDA
Uno de los fenómenos más inquietantes del mundo contemporáneo es lo que la psicología social ha denominado pérdida de compasión: a medida que aumenta el número de personas que necesitan ayuda, la empatía hacia ellas disminuye. Esta paradoja ha sido investigada por el psicólogo Paul Slovic, quien demostró que los seres humanos responden emocionalmente con mayor intensidad ante historias individuales que ante estadísticas masivas de sufrimiento.
Nuestra mente, limitada por su capacidad de procesamiento emocional, tiende a bloquear o reducir la empatía cuando la magnitud del dolor supera cierto umbral. Así, el rostro concreto de una víctima puede movilizar el corazón, pero miles de víctimas convertidas en números pueden generar indiferencia o, peor aún, una suerte de anestesia moral.
Esta pérdida de compasión no es trivial. En un mundo interconectado donde las crisis humanitarias, los desplazamientos forzados y la desigualdad estructural se vuelven cada vez más visibles, el riesgo de convertirnos en espectadores pasivos es alto. La sobreexposición a la tragedia y al dolor ajeno puede derivar en una forma sofisticada de indiferencia: una insensibilidad funcional que preserva la comodidad personal a costa de la responsabilidad colectiva.
La pérdida de compasión, por tanto, no es solo un fenómeno psicológico: es una señal de alarma ética. Nos llama a despertar la conciencia, a resistir la tentación de la neutralidad cómoda, y a asumir que, si el dolor ajeno ya no nos conmueve, entonces algo en nosotros también está siendo dañado.
BANALIDAD
En esta secuencia de ideas, no es desatinado afirmar que Hitler y el inaceptable régimen nazi supieron explotar con precisión quirúrgica esta condición humana: la facilidad con que muchos pueden dejar de pensar, de cuestionar, de ponerse en el lugar del otro cuando la vida propia no se ve afectada. Comprendieron —y utilizaron con cinismo— que basta con ofrecer estabilidad, orgullo nacional y un sentido de pertenencia a la mayoría, para que esta ignore o justifique la exclusión, la humillación e incluso la eliminación de una minoría. Así, paulatinamente, se llega a “legislar” la libertad de expresión, vaciándola de su sentido más profundo.
La advertencia más inquietante proviene de Hannah Arendt, quien, tras presenciar el juicio de Adolf Eichmann —uno de los arquitectos del Holocausto— concluyó que el mal no siempre se manifiesta con un rostro monstruoso, sino con un semblante burocrático, obediente, incluso normal.
A este fenómeno Arendt lo denominó “la banalidad del mal”: el reflejo de una humanidad que renuncia a su conciencia cuando su comodidad no está en juego. Cuando dejamos de pensar, cuando dejamos de sentir, y simplemente cumplimos con lo que “nos toca”, se crea el escenario perfecto para que la injusticia florezca sin resistencia. No hace falta maldad activa para generar tragedia; basta con la inercia de los buenos que prefieren no mirar.
El espeluznante Holocausto no fue escrito únicamente por ideólogos extremos, sino también por burócratas diligentes, vecinos silenciosos y ciudadanos funcionales que, al vivir cómodamente, decidieron mirar a otro lado.
Las grandes calamidades sociales no suelen surgir de una maldad evidente, sino de la pasividad colectiva; del abandono del pensamiento crítico. Son consecuencia de ese pueblo que deja de pensar, que no cuestiona, que no se involucra. Me refiero a personas que, aun siendo inteligentes, ante las realidades cotidianas actúan insensatamente.
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¿Y no es eso lo que ocurre también cuando la vida es buena y nos encierra en una burbuja de indiferencia? ¿No es ese bienestar acrítico el caldo de cultivo de los males más sofisticados del presente?
DESAFÍO
Albert Schweitzer nos deja una advertencia: “yo soy vida, que quiere vivir, rodeado de otras vidas, que también desean vivir”, una idea que expresa la conexión y la interdependencia entre todos los seres vivos. Y eso nos compromete. Nos llama. Nos exige. Porque si estamos del lado del privilegio -aunque sea por un breve tramo- entonces debemos responder. Hacernos cargo. Elegir ver.
El gran desafío no es disfrutar la vida cuando es buena, sino vivirla sin anestesiar la conciencia. La solidaridad no se expresa con palabras dulces ni con gestos rituales; se manifiesta en la forma en que nos relacionamos con quienes no tienen la misma suerte. En la manera en que compartimos el pan, el tiempo, la mirada.
DEBE...
No basta con no hacer el mal. Hay que hacer el bien. Porque mirar sin actuar es una forma sutil de negación.
Descalzo insistía: “Hay muchas personas que se ahogan en su bienestar porque no saben mirar fuera de sí”. Que la comodidad no nos vuelva estériles. Que la calma no nos vuelva ciegos. Que la bonanza no nos aleje de la compasión.
Porque si la vida es buena -para ti, para mí, hoy- entonces no puede terminar en nosotros. Debe pasar a través de nosotros. Debe dialogar con la realidad de los “otros”. Debe volcarse en servicio activo. Debe convertirse en bien compartido. Debe inspirar acciones que eleven, consuelen y reparen. Debe volverse pan en la mesa ajena, voz para el que no es escuchado, puente para quien quedó al margen.
Porque la vida, cuando es buena, es una responsabilidad, jamás un privilegio. Y no hay mejor forma de honrarla, que convertirla personalmente en una hipoteca social dejándola florecer en otros seres humanos.
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