Cuando todo se detiene

Opinión
/ 13 mayo 2025

La gente recurrió a las velas para iluminar sus hogares.

En Alcalá de Henares, Richard observó desde su ventana una ciudad completamente a oscuras. “No había ni una sola luz en la calle cuando cayó la noche. La gente se orientaba con linternas. Fue bastante surrealista ver todo negro, sobre todo porque vivo junto a una autovía”, relató. En su tiempo libre fabrica velas, y por fortuna le quedaban algunas. “Gracias a eso pudimos ver en la oscuridad”, comentó.

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Este relato —compartido por la BBC— da cuenta de pequeños actos de adaptación, creatividad y cuidado en medio de la incertidumbre. Pequeñas luces —literales y simbólicas— que nos recuerdan que, aun cuando todo se detiene, la humanidad sigue buscando cómo mantenerse viva.

Y es que, el lunes 28 de abril de 2025, a las 12:33 horas (CEST), un apagón masivo paralizó gran parte de la Península Ibérica. La interrupción generalizada del suministro eléctrico afectó a la España peninsular, Portugal continental y Andorra, sumiendo a millones en un silencio no previsto. Un silencio que, más que ausencia de ruido, fue espejo de nuestras vulnerabilidades... y oportunidad para recordar quiénes somos cuando la luz se apaga.

Las antenas de telefonía fueron cayendo conforme agotaban sus baterías de respaldo. Solo los edificios con generadores —hospitales, centros de radio y televisión— permanecieron encendidos. La radio, antigua y resiliente, se convirtió en el único canal de comunicación posible. Todo lo demás... se detuvo.

Semáforos apagados, trenes detenidos, ascensores convertidos en cápsulas de ansiedad, oficinas sin luz, hogares atrapados en una pausa obligada.

Por unas horas, el sistema que regula la vida moderna colapsó. Pero más allá de la falla técnica, lo que verdaderamente se cayó fue algo más íntimo y profundo: la ilusión de control.

PARÁLISIS

La electricidad regresó con el tiempo, sí, pero lo que quedó al descubierto no se restablece con interruptores. Quedó al descubierto una dependencia invisible, una vulnerabilidad estructural, un vacío interior. Porque lo que se apagó ese día no fue solo el flujo energético de los cables, sino la continuidad de una rutina que hoy los seres humanos creemos incuestionable. Un orden que —cuando se interrumpe— a todos nos deja frente a nosotros mismos.

Efectivamente, miles de personas quedaron paralizadas. No solo por la falta de electricidad, sino por algo más profundo: la repentina conciencia de nuestra vulnerabilidad. Las pantallas se apagaron. La conectividad desapareció. Las máquinas callaron. Y con ese silencio involuntario, se abrió un espacio nuevo. O quizá, viejo: el de la presencia, la mirada, el estar.

DEPENDENCIA

Y como un eco que resuena desde el pasado reciente, recuerdo el 4 de octubre de 2021, cuando Meta colapsó. WhatsApp, Facebook e Instagram dejaron de funcionar globalmente por más de seis horas, debido a un error de configuración en los enrutadores troncales.

Lo que comenzó como un fallo técnico terminó por evidenciar algo mayor: la dependencia que tenemos hacia lo invisible. Sin notificaciones, sin publicaciones, sin validación inmediata, millones quedaron suspendidos en el vacío. Incapaces de nombrarlo, pero perfectamente capaces de sentirlo. Fue una ansiedad profunda ante la ausencia de estímulos, validaciones y pertenencia digital.

En ambos casos —el apagón eléctrico y el digital— se reveló la misma verdad: no estamos tan conectados como creemos, ni tan preparados como aparentamos. Hemos confundido la conexión con la red. Hemos cambiado el vínculo por el contacto. Ambos episodios demuestran la fragilidad de nuestras estructuras externas y la orfandad interior que sentimos cuando ellas se interrumpen.

REEMPLAZOS

Zygmunt Bauman llamó a este fenómeno “modernidad líquida”, en una modernidad líquida donde todo fluye, pero nada se sostiene: una época en la que los vínculos son superficiales y volátiles, donde la conexión reemplaza a la relación, y lo inmediato, lo ligero, desplaza lo duradero. Vivimos rodeados de tecnología que nos conecta, pero cada vez más desvinculados de lo esencial: el rostro del otro, la palabra dicha de frente, la presencia compartida sin pantallas.

GESTOS

El apagón del 28 de abril no solo oscureció algunas ciudades europeas —particularmente españolas—; también iluminó grietas interiores y dejó al descubierto fracturas profundas en las relaciones humanas de nuestro tiempo.

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Frente a todo esto, quiero creer que, en medio de la penumbra, surgieron gestos que, más allá de las fronteras y las nacionalidades, nos recuerdan que aún existe humanidad: una mujer mayor, con una vela en mano, recorriendo los pasillos de su edificio y tocando puertas. Un joven, sin Wi-Fi por primera vez en meses, redescubriendo el valor de una conversación con sus abuelos. Una madre, sin televisión, jugando a las sombras en la pared con sus hijos.

Estos gestos no deberían depender de catástrofes para manifestarse. Solo requieren algo que está al alcance de todos: voluntad. Conciencia. Memoria.

¿Y SI?...

Ante esta realidad, vale la pena preguntarse: ¿Y si no fuera necesario que el sistema colapse para volvernos humanos? ¿Y si la tragedia no tuviera que ser la pedagoga de lo esencial? Nos hemos habituado a reaprender solo cuando todo se rompe. A detenernos sólo cuando no queda más remedio. A mirar al otro solo cuando la pantalla falla. Pero... ¿y si el milagro no dependiera de la catástrofe?

Volvernos humanos no debería ser un acto de emergencia. Debería ser una forma habitual de habitar el mundo.

¿Y si pudiéramos mirar al otro sin necesidad de que la pantalla falle? Vivimos rodeados de rostros, pero escasos de miradas. Saturados de imágenes, pero hambrientos de presencia. Nos cuesta mirar, de verdad. No con los ojos, sino con el alma. Porque mirar de verdad es exponerse, es permitir que el otro me vea, no como perfil, sino como persona.

Nos obsesiona la velocidad de conexión, pero hemos olvidado la lentitud del encuentro. Queremos redes estables, pero no sabemos sostener una conversación sin interrupciones. Añoramos vínculos sólidos, pero vivimos saltando entre pantallas.

¿Y si entendiéramos que la verdadera conexión no se mide en megabytes, sino en presencia? Presencia que no se adjunta ni se transmite. Presencia que se ofrece. Que se encarna. Que se queda.

EL OTRO COMO MILAGRO

Martin Buber, en su obra Yo y Tú, distingue entre las relaciones utilitarias (Yo-Ello) y las verdaderamente humanas (Yo-Tú). En la primera, el otro es un medio, un objeto, una herramienta, un recurso, una función. En la segunda, es presencia, misterio, alteridad; es un encuentro verdadero: “el me transforma. Me llama. Me despierta”.

El apagón, al suspender la funcionalidad de las redes, paradójicamente, ofreció la oportunidad de reencontrarnos con la mirada, con la escucha, con el Tú que no se puede sustituir ni simular.

Es cierto, la verdadera conexión no se mide en megabytes, sino en presencia. Es absurdo: nos preocupa la velocidad de la red, pero no la profundidad del vínculo. Medimos nuestra influencia en números, pero no en abrazos. Olvidamos que estar presente no es estar disponible... sino estar entero. Cuerpo, mente, alma.

La presencia no se transmite. No se descarga. No se adjunta. Se entrega. Y en esa entrega hay algo profundamente revolucionario en tiempos de distracción.

En este contexto: ¿Y si el algoritmo no decidiera a quién prestamos atención? ¿Y si pudiéramos mirar al otro sin necesidad de que la pantalla falle? ¿Y si ser vistos no implicara un “visto” en azul, sino una mirada real, cálida?

Quizá, entonces, no se trata de resistir el apagón, sino de aprender de él. De no esperar a que se caigan los sistemas para levantar la mirada. De no necesitar una falla para recordarnos lo esencial.

UN VERANO INVENCIBLE

Albert Camus lo escribió con lucidez: “En medio del invierno, aprendí por fin que había en mí un verano invencible”. Tal vez ese verano no sea un estado emocional, ni un alivio externo. Tal vez ese verano sea una decisión personal. Un gesto. Una voz que se ofrece en el silencio. Una mano que se brinda en plena oscuridad. Aceptar la presencia del “otro” en nosotros mismos.

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Cuando todo se detiene, el alma —silenciosa pero insistente— encuentra al fin la oportunidad de hablar. Y en ese instante, la vida, que tantas veces ignoramos, se vuelve audible. Si tenemos la valentía de escucharla, quizá no se requiera apagón alguno para recordar lo que nunca debimos olvidar: que somos humanos. Que estamos llamados a estar presentes. Que estamos hechos para vivir, no solo para funcionar.

Y entonces comprenderemos que el verdadero milagro ocurre, justamente, cuando todo se detiene.

cgutierrez_a@outlook.com

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