Rijo, según definición de la Academia, es propensión a lo sensual. Cachondez, palabra muy usada por Camilo José Cela, es apetito venéreo. ¿Cuándo se van los rijos? ¿Cuándo nos deja la cachondez?
El padre Robles, párroco que fue de Catedral, decía que el deseo de la carne y lo pendejo no se nos quitan sino hasta tres días después de fallecidos. A propósito del deseo carnal, recuerdo que cierta vez me llevaron a conocer un asilo de ancianos en una ciudad del noroeste. En ese asilo había viejitos y viejitas. Los tenían separados en sendas alas del establecimiento. Las religiosas que atendían la casa me contaron que su principal problema era en la noche, por la constante migración de un ala a la otra. Pero asómbrense ustedes: la migración era del lado de las viejitas hacia el de los viejitos. Como me lo contaron se los cuento. De mí podrán dudar, pero de las monjitas no.
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El sexo mueve al mundo, aunque algunos ya no empujemos nada. Tal teoría no me pertenece (yo diría que lo que mueve al mundo es el dinero), la inventó Freud, cuyo diván vi en un museo de Viena. Estaba retefeo. Ni con Miss Universo te habrías acostado en él. Bueno, con Miss Universo sí, pero poniendo antes una sábana, para no pescar alguna esquizofrenia.
Relataré la historia de don Celso, un señor de aquí, de Saltillo. Se parecía a Vincent Price, nomás que en feo. Vincent Price, ustedes lo recordarán, salía siempre en películas de miedo. Hizo aquella que se llamó “Museo de Cera”, cuando nació el efímero cine de tercera dimensión. En el Royal pasaron ese film. Yo fui a verlo. Al entrar te daban unos lentes con una mica verde y otra roja. Veías que las cosas se te venían encima y cabeceabas como los boxeadores, para que la pelotita con que jugaba un raquetista no te pegara en la nariz.
Don Celso era usurero. Antes había en Saltillo más usureros que bancos hay ahora, dicho sea sin ánimo comparativo. El agio era la principal ocupación local. El segundo lugar lo tenía la elaboración de cajeta de membrillo, y el tercero la fabricación de versos. Prestaba dinero don Celso al módico 10 por ciento de interés. Mensual. Prestaba sobre casas y terrenos. Cuando sus clientes le pagaban se alegraba mucho, y cuando no le pagaban se alegraba más.
Y aquí entra lo del rijo, lo de la cachondez. Don Celso ya era hombre de edad. Vivía solo, pues una esposa le habría parecido absurdo gasto. Se las arreglaba con una visita ocasional a cierta señora de la zona roja, muy considerada ella, que le hacía precio. Un día, sin embargo, conoció a una muchacha. No era ya tan muchacha, pero tenía lo suyo. Se lo pidió don Celso, y ella le dijo que no y que no y que no.
Abandonó el cortejo el prestamista, pues no gastaba ni energías. Así, se sorprendió mucho cuando un día se le presentó en su casa la muchacha.
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-Don Celso −le dijo−. Vengo a decirle que sí.
-Qué bueno, hija, qué bueno −se alegró el usurero−. Pasa, pasa.
-Pero −añadió la muchacha− tendrá que prestarme 100 pesos. Y sin garantía.
-Hijita −suspiró don Celso con tristeza−. Como si me hubieras dicho otra vez que no.
Ya se ve que en algunos hombres avaricia mata lujuria. Pobres.