Las Latas de Saltillo

Opinión
/ 27 agosto 2024

Liberata se llamaba mi abuela materna, mujer de gran bondad. No creo que ese nombre, y menos su diminutivo, “Lata”, gustarían hoy. En este nuevo mundo de Yesenias y Anabelles, de Ximenas y Jeanettes, el nombre Liberata sonaría cacofónico, pese a su hermosa significación de libertad.

Antiguamente, sin embargo, el nombre debe haber sido muy gustado, pues con frecuencia lo he encontrado en cartas y relatos del antepasado siglo. A más de mamá Lata otras dos Liberatas hay que quiero recordar.

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Liberata Lobo... Lata le decían también. Fue hermana de don Melchor Lobo, que tanto amó a Saltillo y que tan buenas cosas le dejó. Cierto día, cuando la persecución religiosa, los soldados entraron en casa de los Lobo. Ausentes los hermanos, y la madre enferma, las muchachas Lobo hicieron frente con serena entereza a la difícil situación. Cuca escondió en un ropero el cáliz con las hostias y los ornamentos del sacerdote que cada día, pese a la severa prohibición, iba a la casa a decir misa. Lata se cubrió el pecho con las cartucheras del parque que estaba ahí escondido para hacerlo llegar a los rebeldes, y luego, tapándose con amplio rebozo que cruzó sobre sus hombros, recibió a los soldados. Todavía, después que éstos buscaron y no encontraron nada, los invitó a cenar tamales con café.

Otra Liberata digna de recordación fue Lata Arizpe. Casada con don Benito Goríbar, saltillense muy destacado en tiempos de la Intervención Francesa, iba a dar a luz cuando se tuvo noticia de que los franceses estaban por llegar a la ciudad. Ella se sentía débil y temió por su vida. Le angustiaba la suerte de sus hijos si ella llegaba a faltar. Sus tristes presentimientos se cumplieron. La noche misma de la llegada de los invasores, murió al dar a luz. Para ver a su esposa muerta, don Benito, combatiente contra el invasor, tuvo que saltar unas tapias y bajar por la azotea de la casa donde se velaba el cadáver de la amada.

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Hijo de ambos −de don Benito y su infortunada esposa− fue Benito Goríbar, cuyo olvidado nombre debe estar en la memoria de los amantes del teatro. Fue muy buen actor que a fines del siglo 19 gozó de mucha nombradía. En el Teatro Acuña –lo cito hoy en otro artículo– se le impuso corona de laurel, y en varias compañías recorrió los principales escenarios del país. A su regreso a Saltillo fundó un grupo teatral de aficionados, y con habilidad lo dirigió. Se cuenta que era hombre guapo, sumamente apuesto, y que siendo ya muy mayor, con canas que le nevaban la cabeza, conservaba sin embargo intactas sus facultades de varón y su galana presencia y apostura, por lo cual obtenía el favor de muchas damas. ¡Quien tuviera lo que él! Quiero decir la entereza y arrestos que se necesitan para dirigir una compañía teatral.

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