Democracia emocional: candidatos que ‘conecten’, la apuesta del 2024, no las propuestas

Opinión
/ 10 septiembre 2023

Aunque los clásicos de la Filosofía Política afirman que en las democracias modernas el ciudadano debe de ser racional, reflexivo, informado, participativo, incluyente, autónomo, responsable, activo y sobre todo que tenga conciencia de que en cada elección nos jugamos el destino colectivo de la nación, en nuestro país las características son otras.

Acá somos viscerales, con muy poca memoria histórica, “importapoquistas”, románticos, emotivos y sentimentales. Y en este tenor va el producto que nos venden los productores de imagen. Ese es el negocio. La cultura de la imagen. Esa, desde hace tiempo es la herramienta que utilizan los partidos para convencer a aquellos que siguen creyendo en la esperanza que nos dijeron, nos podrían dar el peor de los sistemas, exceptuando a todos los demás.

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Pervivimos en la cultura de la imagen y esa es la apuesta, por eso seguramente usted habrá notado el parteaguas de todos aquellos que llegan a ocupar un cargo público de importancia –presidentes, gobernadores, alcaldes, diputados– y, si se da un poco de tiempo, puede revisar el antes y el después de su asunción para que se dé cuenta de lo trabajado que estuvieron en el cambio de imagen, de discurso, de hábitos y de formas de comportamiento.

Jon Elster y la teoría de la elección racional, el interés smithiano que no sólo se aplica al tema económico, sino a cualquier ámbito de la vida humana y la teoría del cálculo inteligente liberal pasaron a segundo plano. Hoy se afirma que las decisiones en política no son producto de la razón, sino de la emoción.

Lo que hoy puja en temas políticos –en un modelo de mercado– es la venta de candidatos que peguen, que lleguen, que cautiven y que emocionen a una ciudadanía –consumidores– que se mueve y que toma decisiones a partir del sentimiento momentáneo, en el entendido de que lo espontáneo es lo mejor. Dicen.

De ser personalidades que ni en el mundo los hacíamos, de pronto aparecieron como los salvadores de la patria. Asesores de imagen, asesores de campaña, asesores de discurso, asesores absolutamente de todo que, como en todo negocio, crean un producto que debe de venderse, de causar furor y, por supuesto, de traer a las arcas del grupo en cuestión grandes ganancias con poca inversión.

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Parece ser que encontraron en lo popular, en lo coloquial, en lo dicharachero, en la vestimenta, en la bravuconería, en lo simpático, en lo empático, en la provocación o en lo vulgar, el escenario ideal para poder conectar con el emotivismo y el sentimentalismo que nos caracteriza como ciudadanos.

Por eso se apela al nacionalismo, a la mexicanidad, al patrioterismo, a la religiosidad, a la jocosidad, al albur, a las alegorías picantes, al doble discurso, al cinismo, a la ironía, a la cultura del esfuerzo, al apelar a los orígenes, al amor por el pueblo y por la patria, entre otras tantas virtudes que de pronto les aparecieron. Tanto que hasta sus familiares cercanos se han de sorprender por las nuevas formas que –como Pablo en el camino de Damasco–, a partir de las designaciones partidistas, sufrieron.

Sin lugar a duda, los candidatos y sus asesores han asentado en el lenguaje emotivo todos sus reales. En un estudio realizado por el Departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco, por Ana María Fernández, se afirma que el 80 por ciento de los electores deciden su sufragio según emociones y 20 por ciento con base en temas o propuestas.

Por eso la intención –de quienes buscan un escaño público– de empatar con todo tipo de públicos, aunque se vean miméticos y camaleonescos. Por eso la sonrisa permanente, el saludo oportuno, la palabra asertiva, los sentimientos que afloran, la solidaridad empática, el discurso sentido; aunque cuando pierden desaparecen todos esos talentos. Lo importante son las emociones y no las convicciones. Más que claro.

Vende subirse en una bicicleta, manejar en un Aveo, andar en un Jetta o en un vocho (VW). Vende el huipil, el vestirse de paisano, el manejo del tema del indigenismo –porque no se habla de pueblos originarios, eso no se entiende–, venden las palabras soeces y mientras más se digan mejor. Justo en eso se centra el neuromarketing en la selección de palabras, sonidos, imágenes, música y tono de voz que conecten con el otro. Las y los profesionales de la política se dieron cuenta del área de oportunidad que esto representa y se convirtieron en un producto emocional.

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Se dieron cuenta de que a los ciudadanos nos importa muy poco aquello que tiene que ver con la sustancia. La estabilidad familiar, económica, ideológica, partidista, psicológica, no importa. Sus principios, valores, convicciones, ideales y plan de vida nos tienen sin cuidado. La incoherencia, la incongruencia, el doble discurso y la simulación ni se las tomamos en cuenta. De su carrera en el servicio público, ni nos acordamos. De como se comportaron en otros momentos cuando fueron servidores públicos ni se los tomamos en cuenta. La razonabilidad no está dentro del presupuesto ciudadano.

Nos encontramos en el tiempo de la demagogia –instrumento que apela a los sentimientos, a las emociones, a los miedos y a las esperanzas de la población–, donde se recurrirá al uso de falacias, desinformación, ataques y propaganda negativa contra los homólogos, donde usted y yo tenemos que estar bien informados sobre por dónde van las cosas para discriminar, filtrar y seleccionar la mejor información. Menuda tarea. En este momento en esas andamos. La emoción es necesaria, pero un poquito del uso de la razón no nos vendría mal. Así las cosas.

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