Deuda pendiente

Opinión
/ 17 diciembre 2023

El cielo negro y hondo como ojos de mujer que si te miran no te queda más que decir: “Estoy perdido”. El aire tibio y suave, caricioso. El silencio, de ésos que invitan a callar. Y en medio Castulito, devoto joven que en su vida ha leído tres libros solamente: “Jeromín”, del Padre Luis Coloma; “Energía y Pureza”, de monseñor Tihamér Tóth, y “Fabiola”, del cardenal Wiseman. (Se citan por orden de jerarquía eclesial de los autores). No está sólo Castulito. Lo acompaña en su coche Pirulina, muchacha conocedora de la vida y de todo lo que la vida ofrece para satisfacción del cuerpo antes de que la edad conduzca a recordar el alma. Hedonistas se llaman quienes procuran el placer como finalidad suprema de la vida. También se les nombra sibaritas o epicúreos. Son los que dicen, disculpando el vulgarismo plebeo: “Con que cómanos, bébanos y cójanos, aunque no trabájenos”. Afirmaba un tipejo perdulario: “Yo le doy a mi cuerpo lo que pida. Si me pide comida le doy comida. Si me pide bebida le doy bebida. Si me pide sexo le doy sexo. Si me pide descanso le doy descanso”. “Oye –lo interrumpió uno–. ¿Y si te pide que trabajes?”. “¡Ah no! –se encalabrinó el sujeto–. ¡Eso ya es mucho pedir!”. Advierto, sin embargo, que me he ido por los cerros de Úbeda. Ése es uno de los parajes que visito con mayor asiduidad. Andar por los cerros de Úbeda es expresión, arcaica ya, que significa salirse del tema, divagar. Vuelvo a tomar el hilo del relato. En dicho paraje solitario, al amparo de una oscuridad pronta a todas las complicidades, aquel piadoso joven exclamó con emoción: “¡Ah, este cielo de oscuridad profunda! ¡Ah, este aire tibio y suave! ¡Ah, este césped cuajado de rocío!”. Acotó Pirulina: “Traigo una cobija”... De nueva cuenta se aparece por aquí Chinguetas. Lo conocemos hasta en mole: es un marido tarambana dado a toda suerte de calaveradas y devaneos. Su esposa le reclamó, furiosa: “¡Supe que le regalaste un collar de perlas a tu secretaria!”. “No se lo regalé –la corrigió Chinguetas–. Se lo debía”... Otro quídam por el estilo es don Algón, que también se nos presenta con frecuencia. Un momentito, por favor. Voy a ver qué es eso de “quídam”. Decir “quídam” es como decir “fulano”, o sea un nombre indeterminado. Don Algón es un viejo rabo verde. Tiene el pelo completamente blanco, pero saca juventud de su cartera. Ya se sabe que verbo mata carita, pero lana mata carita y verbo. En cuestión de amores el hombre prudente sabe cuándo retirarse, y prefiere gozar en la memoria sus recuerdos antes que exponerse a hacer la confesión que Ramón López Velarde, pese a su juventud, hizo una vez: “He oído la rechifla de los demonios sobre mis bancarrotas chuscas de pecador vulgar”. A don Algón lo acosaban ya tres extranjeros perniciosos: un alemán, Alzheimer; un inglés, Parkinson; y un italiano, Franco de Terioro. Sin embargo, insistía en seguir buscando la “dulce pasta”, que así llamaba don Federico Gamboa al cuerpo femenino. No se le tome a mal esa expresión, ni se le haga objeto de censura: el autor de “Santa” vivió en el antepasado siglo y el pasado (1864-1939), cuando aún no existía esa hipócrita monserga, la corrección política, que las más de las veces es impolítica e incorrecta. Sucedió que don Algón invitó a cenar a una bella chica. Ella pidió tres o cuatro de los platillos más caros de la carta. Le preguntó, amoscado, el carcamal: “¿Eso cenas en tu casa, linda?”. “No –replicó la muchacha–. Pero en mi casa nadie me quiere hacer lo que me quiere hacer usted”. (Y no se le hizo a don Algón. El dinero no compra la felicidad, y ni siquiera sirve para alquilarla)... FIN.

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