Don Pepe, saltillense, hombre libre con vocación de verdad
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Mis amigos se ríen de mis andanzas por las librerías de viejo. Y sin embargo pocos goces conozco tan deleitosos como ese de buscar en los rimeros o anaqueles y dar de pronto con una joya perdida en el Mar Amarillo de tanto y tanto papelorio.
Una gema encontré en una librería de Mérida: la primera edición de “Sala de Retratos”, obra de don Ermilo Abreu Gómez, yucateco. Yo quiero bien a ese señor. Me basta para eso la respuesta que dio a un reportero que alguna vez lo entrevistó.
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-Y dígame, don Ermilo: ¿cree usted en Dios?
-¡Cómo no voy a creer! ¿Entonces quién me mandó a Margarita?
Margarita era su esposa, bella mujer a quien los amigos de la pareja llamaban con cariño “la Venus de Ermilo”.
En el hotel me puse a ojear la adquisición, y luego a hojearla. En su libro el autor hace la semblanza de un centenar de escritores y artistas de su época, aquellos a quienes consideró más dignos de mención. Aparecen ahí Blasco Ibáñez, González Martínez, Neruda, López Velarde, Alfonso Reyes, Leduc, Luis G. Urbina, Icaza, León Felipe, Villaurrutia, Díaz Mirón... Y aparece también −¡feliz hallazgo!− don José García Rodríguez, saltillense.
Siempre he sentido veneración por la figura de don Pepe. En él encarnó como en ninguno el espíritu del glorioso Ateneo Fuente. Fue hombre libre con vocación de verdad y amor por la belleza y por el bien. ¡Qué hermoso retrato hace de él Abreu Gómez en su “Sala de Retratos”! Esa semblanza ennoblece mi artículo de hoy:
“...Cuando, en una tarde tibia, llegamos a su despacho en el Ateneo Fuente, su presencia no me sorprendió. Era un viejo amigo, querido y admirado, al que volvía a ver. ¡Con qué confianza, con qué dulzura, con qué sencillez, nos pusimos a conversar! Gustavo Espinosa Mireles −uno de los hombres más nobles y más cabalmente inteligentes que he conocido en mi vida− terciaba en nuestra conversación con oportunas indicaciones, refrescando nuestras noticias, avivando nuestros recuerdos y aclarando nuestras dudas. Los tres conversamos −un poco a lo peripatético− por los claustros del Ateneo.
“El saber del maestro García Rodríguez no es ostentoso ni recatado. Es un saber justo. Aparece cuando debe aparecer. Por su modo de sonreír (tan lleno de bondad y comprensión) recordé la visión ya lejana de don Justo Sierra. Pregunté por él a los hombres de Saltillo. En todas partes encontré una idéntica respuesta: Es el mejor maestro que hemos tenido.
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“Caía la tarde cuando me despedí de él. Acompañado de Espinosa Mireles −prolongación de la dignidad y de la inteligencia de su padre− volvimos a la ciudad. Yo no salía de mi asombro ni de mi admiración.
“No, no exagerabas −le dije a Gustavo− cuando me referías la vida de estudio que este venerable maestro viene realizando. Mira: en cuanto yo llegue a México hablaré de él con Barreda, con Pellicer, con Villaurrutia, con Gorostiza. Les diré lo que es don José García Rodríguez: nobleza en el carácter y universalidad en el saber”.
Don Pepe y su esposa doña María Narro, gentilísima dama, pintora de gran mérito y ella también fina escritora, vivían muy cerca de la casa de mis padres. Cuando pasaba yo por la de don Pepe me asomaba a la ventana y lo veía leyendo o escribiendo en su despacho. Su porte me parecía majestuoso; su figura suscitaba mi admiración de niño. Una tarde, al regresar de la escuela, vi mi calle, la de General Cepeda, llena de gente enlutada. Don Pepe había muerto. Tuve una sensación de pérdida, como si hubiese fallecido alguien de mi casa.
Encuesta Vanguardia
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