Dos otoños y ninguna primavera
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Cuando uno no se mueve del lugar en el que nació —o se mueve apenas a poca distancia— le resulta realmente difícil comprender cómo se experimenta el tiempo en otros lugares
Caí en cuenta, hace unos días, de que este año me tocó vivir dos otoños. El primero, entre marzo y junio, cuando estuve en el Cono Sur; el segundo, ahora que estoy de vuelta en la Comarca Lagunera. Como consecuencia, no viví ninguna primavera. Y fue justo entonces cuando pensé que, cuando uno no se mueve del lugar en el que nació —o se mueve apenas a poca distancia— le resulta realmente difícil comprender cómo se experimenta el tiempo en otros lugares. Y no hablo sólo de las estaciones del año.
Cuando viví en Mérida, Venezuela, descubrí que allí los días tenían casi la misma duración durante los 365 días. Había una breve temporada seca y otra que ellos llamaban “invierno”, cuando llovía cada día, pero poco más. Allí, salvo por la lluvia diaria, era casi imposible adivinar en qué época del año se estaba sólo a partir de la luz. Nada que ver con lo que ocurre cuando uno habita muy al norte o muy al sur del planeta, donde las estaciones son una coreografía precisa: días larguísimos en verano, noches dominantes en invierno y una vida entera que se organiza alrededor de esos ciclos.
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Sin haberlo vivido, es muy difícil imaginar la salida del sol pasadas las 10:00 de la mañana y su retirada apenas unas horas después, casi por el mismo “oriente” por donde tímidamente asomó. Eso me ocurrió en Transilvania. Y allí mismo, en verano, conocí las casi 18 horas de luz. Y supe que aún estaba lejos —muy lejos— de experimentar un sol de medianoche o una noche perpetua. De pronto, la fábula de la Cigarra y la Hormiga cobró un sentido tan literal que me descubrí ayudando a preparar conservas para el invierno, como si de pronto hubiese entrado en la historia.
En el norte de México también conocemos el frío, pero —como digo en broma— si el mundo fuera un refrigerador, nosotros viviríamos en el cajón de las verduras; hay quienes habitan el congelador. Y su cultura, sus hábitos y sus prioridades responden a ese escenario. Desde fuera, muchas de sus prácticas pueden parecer exageradas o sin sentido. Pero quienes viajamos y nos quedamos largas temporadas aprendemos a encontrar las razones que las sostienen. Y eso exige disposición: la voluntad de comprender antes de juzgar.
Por eso siempre me ha llamado la atención nuestra obsesión por imitar lo exitoso de otras latitudes, como si no estuviera profundamente enraizado en su geografía. Hace unos años, México quiso “copiar” el modelo educativo finlandés, como si se tratara de un manual universal aplicable del Ártico al Trópico. Como si todos habitáramos un mundo plano. Y sí: creo que quienes defienden esa idea bastaría con que viajaran, mucho, para convencerse de lo redondo que es el planeta. Pero pienso lo mismo de cualquiera que esté demasiado seguro de sus convicciones: viajar ayuda a descubrir que, en un mundo con 8 mil millones de vidas tan distintas que ni siquiera comparten la misma experiencia básica del sol, la certeza absoluta es un lujo que nadie debería reclamarse.
En cada lugar donde he vivido he aprendido de la gente, sí, pero también del propio lugar: del sonido distinto de los truenos, de la textura del cielo nocturno, de la manera en que la flora y la fauna acompañan la existencia. Ahora, como algunas especies migratorias, me encuentro varado. No me quejo; lo disfruto y mucho. Pero algo en mí sigue dispuesto a proseguir el viaje, aunque ya no me lleguen primaveras.
Aunque me toque vivir sólo otoños con sus doradas hojas esparcidas por doquier.