Habitar la tierra, habitar el afecto
Viajar no sólo nos lleva a otros lugares: también nos acerca a las personas que los habitan y al modo en que cuidan lo que aman. Hace un año, un par de días más o menos, fui invitado a casa de una extesista que vive con su esposo y sus perros a las afueras de Medellín. Una cabaña preciosa, rodeada de verde por todos lados. Viajar tiene muchos encantos, pero uno de los mayores es la oportunidad de conocer a personas como Ruth Damaris, con quien había trabajado en su tesis de Maestría sin haberla conocido en persona. Encontrarme con ella y con su esposo Andrés fue un privilegio: ambos son de esa clase de gente que irradia sencillez y hospitalidad, que hacen sentir al visitante como si lo esperaran desde siempre.
El contraste entre la vida en la ciudad y la vida en el campo se percibe con claridad al visitarlos. Medellín es una ciudad compleja, vibrante, exigente; en cambio, el campo colombiano —aun siendo más habitado de lo que uno imaginaría— conserva una serenidad especial. Pero esa tranquilidad tiene su precio: requiere atención, disciplina y trabajo constante. En el campo no basta con contemplar la naturaleza, hay que cuidarla. Si uno descuida un poco la tierra, la vegetación se la traga de vuelta. En ese cuidado, en ese modo de relacionarse con su entorno, vi también reflejada la armonía entre Damaris y Andrés. Cuidar la tierra, pienso, es también una forma de cuidarse el uno al otro.
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Unas semanas después me invitaron a otra casa que tienen, aún más alejada de Medellín, en plena sierra. Allí comprendí mejor el esfuerzo que implica mantener habitable un lugar tan hermoso. El paisaje, la flora y la fauna ofrecen una belleza que compensa con creces las incomodidades. Yo no soy alguien de echar raíces, soy más bien del tipo nómada, pero si algún día me quedara a vivir en un sitio definitivo, elegiría uno así: lejos de las grandes ciudades, dispuesto a ensuciarme las manos trabajando para la tierra.
Hay algo profundamente humano en la manera en que quienes nos reciben quieren mostrarnos su lugar. Damaris y Andrés me llevaron en su camioneta a conocer Santa Elena, con su monumento al Silletero. Tomamos un poco de ron y recorrimos el pueblo donde todo gira en torno al cultivo de flores y los arreglos florales que han hecho famosa a Antioquia. Pensaba entonces en lo paradójico de Colombia: un país marcado por décadas de guerra interna, pero habitado por personas de una amabilidad y una nobleza que desarman cualquier prejuicio.
De aquellos días me quedó un sentimiento de gratitud difícil de expresar. Gratitud por la invitación, por las comidas, por la confianza de abrir su casa a alguien que, en realidad, era un desconocido. Viajar, sin duda, es una de las experiencias más maravillosas de la vida; pero abrazar a los amigos que uno hace en la distancia es darle sentido pleno al viaje. Porque sólo entonces el camino deja de ser tránsito y se convierte en encuentro. Entre la tierra que se cultiva y la amistad que se cultiva también, descubrí que cuidar un lugar es otra forma de cuidar el alma.