Educar: una tarea que se ha ‘devaluado’
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El profesorado constituye la piedra angular de los esfuerzos de cualquier sociedad que aspire a la igualdad de sus integrantes y por ello debemos colocarle en el lugar que merece
La educación es, sin lugar a dudas, la herramienta privilegiada de la movilidad social en las democracias. Ningún otro instrumento de política pública tiene el poder de la educación al momento de garantizar a las personas la posibilidad de crecer y desarrollarse conforme a sus capacidades personales.
Esto es así porque la adquisición de conocimientos relacionados con la ciencia, la técnica, la cultural y el arte colocan a las personas en mejores condiciones para el desarrollo de sus habilidades y competencias. Para decirlo con mayor claridad, la educación permite a los individuos acceder a la posibilidad de reclamar su posición de iguales ante los demás.
La educación, sostiene la Organización de las Naciones Unidas, “es el fundamento básico para la construcción de cualquier sociedad” y no solo eso: “es la inversión única que los países pueden realizar para construir sociedades equitativas, saludables y prósperas”.
Tener claro lo anterior es indispensable para avanzar al siguiente razonamiento: la pieza clave en la estrategia de educar a cualquier sociedad está integrada por quienes se encargan, al nivel del salón de clases, de dicha tarea: las maestras y los maestros.
Pero que el proceso arroje los resultados deseables depende de varios factores: uno de ellos tiene que ver con que los mentores ocupen un lugar destacado en la comunidad, posición que, por cierto, ocuparon durante mucho tiempo en el contexto de la sociedad mexicana.
Pero que el profesor sea reconocido por la comunidad no es un asunto de deseos ni puede lograrse por decreto. La estatura de miembro destacado de la comunidad es una que se conquista con base en méritos que, por regla general, deben estar a la vista de todos.
El Estado juega, sin duda, un papel crucial en este propósito. Debe garantizar que la formación de maestros atienda a los mejores estándares de calidad; también debe ofrecer salarios dignos y reglas claras para que los profesores tengan acceso a un proyecto de vida dentro del magisterio y tiene la obligación de evaluar con rigor sus resultados.
De espaldas a estas posibilidades, el Estado mexicano ha persistido largamente en la idea de convertir al magisterio nacional en poco más que una bolsa de votos y en reducir su tarea a la de correas de transmisión de la ideología del grupo que detenta el poder.
El resultado de ello es la existencia, hoy, de un magisterio “devaluado” a cuyos integrantes se regatea el reconocimiento social que debería tener de forma natural y no se les reconoce el valor de su tarea, pese a la existencia de múltiples ejemplos dignos de mención.
La celebración del Día de Maestro debería ser por eso, más que ocasión para organizar festejos suntuosos o sortear regalos, un momento de reflexión sobre la relevante tarea que corresponde a los profesores en la construcción de una sociedad en la cual todos sus integrantes puedan considerar a la educación como el activo personal más importante que poseen.