El bitoque
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El ingenio popular se muestra en muchas formas. Mi admirado tocayo Armando Jiménez, coahuilense él, de Piedras Negras, que goza ya la paz de Dios, abrió nuevos caminos a la investigación del folclor cuando se puso con paciencia de benedictino a buscar en mingitorios de cantina las inscripciones que dejan ahí los parroquianos. No sólo ahí las buscó: en el baño de un vagón de ferrocarril el autor de “Picardía mexicana”, el libro más vendido en los anales de la imprenta nacional, halló un aviso admonitorio:
“Se prohíbe hacer uso del baño estando el tren en la estación. La Empresa”.
Al pie de la advertencia un anónimo liróforo escribió esta cuarteta lapidaria:
Me causa risa y sorpresa
este aviso estrafalario,
pues debe saber la Empresa
que el culo no tiene horario.
Son famosos también los letreros que pone la gente en la defensa de sus vehículos, sobre todo en camiones de carga o en las unidades -así se les llama- del transporte urbano o de pasajeros en las líneas que prestan servicio entre una ciudad y otra.
De aquellos letreros, los de vehículos cargueros, recuerdo uno que vi en la parte trasera de una troca -del inglés truck, troca- destinada al transporte de materiales para la construcción. Decía el tal letrero:
Soy materialista, pero no dialéctico.
En un autobús de carretera leí esta otra inscripción igualmente culterana:
En busca del tiempo perdido.
De los últimos letreros que he visto uno me llamó la atención. Lo miré en la defensa de un pequeño coche de los que llaman compactos. Parecía ese letrero ser el nombre del gastado vehículo: “El Bitoque”.
En el momento en que leí el letrero iba llegando el dueño del cochecito. Resultó que lo conocía yo: había sido mi compañero en algunas andanzas juveniles. Le pregunté, curioso:
-¿Por qué a tu coche le pusiste ese nombre tan raro, “El Bitoque”?
Me respondió:
-Tengo este cochecito desde hace años, y ya dio lo que tenía que dar. A cada rato me causa problemas, y pasa más tiempo en el taller que en la calle. He querido venderlo, pero quizá por el afecto que le tengo le puse un precio alto. Cuando a un presunto cliente le digo el precio, él me pide que se lo rebaje. Yo me niego, quizá porque no me quiero deshacer del carrito. E invariablemente el comprador me dice enojado:
-¡Entonces métetelo ya sabes dónde!
-Por eso -continuó mi amigo- le puse así al cochecito: “El bitoque”. Porque todos me dicen que me lo ponga donde los bitoques se ponen.
Hacía mucho que no escuchaba yo esa palabreja, “bitoque”. Son de las que revelan la edad de quien las usa. Si uno dice que fue “a la botica” en vez de decir “a la farmacia” con eso le sacan automáticamente los años. Las palabras son como las hojas de los árboles: unas nuevas y lucientes; otras, ajadas por el tiempo, acaban por caer. El diccionario de la Academia está repleto de voces a las que sigue la abreviatura “Ant.”, que quiere decir “anticuada”, o “p. us.”, que quiere decir “poco usada”. De esas palabras es, entre nosotros, el término “bitoque”. Así como pasaron de moda las lavativas, antes remedio para todo (si una muchacha padecía mal de amores su mamá le aplicaba una lavativa), también quedaron olvidados los bitoques. Por eso me agradó ver esa palabra usada por mi amigo con traviesa intención.
Encuesta Vanguardia
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