El constructor de un imperio: José Miguel Sánchez Navarro 2/2
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Manuel Francisco llegó entonces a Monclova. Su hermano José Miguel le encomendó la administración general del latifundio, y para que se estableciera en Santa Rosa le ayudó a comprar tierras que eran propiedad de la Iglesia y que el cura estaba autorizado a subastar públicamente a bajo precio entre los feligreses de su jurisdicción. Fue un excelente administrador: trabajó con ahínco, acrecentó las ganancias, salió victorioso en todos los litigios en que se vieron envueltas las tierras por problemas de límites o posesión del agua. A la muerte de su suegro, anexó a la riqueza de la familia las casi 100 mil hectáreas que heredó su esposa, María Ignacia Palau, en la Hacienda de los Dolores.
El latifundio se fincó, en gran medida, con base en el poder eclesiástico que ostentaba José Miguel, pero se consolidó cuando el cura pudo reunir en una sola visión su propia mentalidad financiera y las habilidades comerciales y administrativas de José Gregorio y Manuel Francisco, y posteriormente las de su sobrino José Melchor, en una alianza peculiar en la que la lealtad familiar estaba por encima de todo: cada uno conservaba sus propiedades, pero las ganancias eran compartidas por todos. Con esas bases, los Sánchez Navarro no administraron sus tierras para hacerlas sólo autosuficientes, ni tampoco las orientaron hacia la adquisición de prestigio y posición social, sino con la única idea de hacer dinero para afianzar su dominio y ejercer el poder económico.
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Al morir José Gregorio, sin esposa ni descendientes, heredó a José Miguel todas sus tierras, asegurando la integridad del latifundio. Sin descuidar sus obligaciones eclesiásticas, José Miguel se interesaba personalmente en los negocios de la familia; supervisaba todas las actividades políticas y comerciales y tomaba las decisiones, desde su casa en Monclova, basándose en la información que le enviaba Manuel Francisco. Cuando éste falleció, ocupó su puesto su hijo José Melchor, el único que demostró tener carácter para la administración de los cuantiosos bienes. El cura le nombró su heredero único a condición de que administrara y operara todos los negocios del latifundio. Su vigorosa energía, aunada a la experiencia de José Miguel, lo volvieron más productivo a pesar de su juventud (tenía 23 años), la sequía que asolaba la región y las constantes incursiones de los indios para robar el ganado.
La riqueza y posición privilegiada del cura lo convirtieron en cabeza de la familia, incluso antes de la muerte del padre. Se ganó el respeto de todos y sembró en los miembros del clan la semilla de la lealtad familiar y la ayuda mutua, de modo que unos a otros se favorecían en los negocios, la política y cualquier actividad que emprendieran. Con la adquisición posterior del marquesado de Aguayo, el latifundio Sánchez Navarro llegó a poseer 17 haciendas, más de 7.5 millones de hectáreas y cientos de miles de cabezas en sus manadas de ovejas.
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José Miguel era muy competente, tenía una gran vocación de servicio y ejercía celosamente sus deberes eclesiásticos. A causa de lo peligroso de los caminos, por los ataques de los indios, construyó en la hacienda del Tapado una capilla y un cementerio para que sus feligreses no viajaran a Monclova a recibir los sacramentos. Con su fortuna construyó en Monclova una nueva iglesia parroquial. Por sus excelentes servicios, Carlos IV le otorgó en 1790 la primera ración de la catedral de Monterrey.
Aparejada a su firme vocación religiosa, José Miguel llevaba las de negociante y líder de un clan familiar que en menos de un siglo construyó un imperio, administrado exitosamente por tres generaciones y finalmente caído en la segunda mitad del siglo 19 por causas políticas derivadas de la estrecha alianza de Jacobo y Carlos, los hijos de José Melchor, con el emperador Maximiliano, en franca oposición a la ideología liberal. Al triunfo de la República, Juárez expropió las tierras del enorme latifundio, entregó algunas a los militares que defendieron a México, y fundó villas y pueblos, algunos convertidos en cabeceras municipales, como General Cepeda, la antigua hacienda de Patos.