El muerto

Opinión
/ 21 junio 2024

El 15 de agosto de 1855 las fuerzas republicanas del coronel Victoriano Cepeda llegaron al Cedral, donde en la casa grande de la hacienda se había hecho fuerte una tropa imperial de franceses y partidarios de Maximiliano. Protegido por ancho valladar y por soldados de infantería, el enemigo, comandado por el conde de La Hayrie, hombre de la más rancia nobleza parisina, militar de formación académica, aguardaba confiado a los republicanos. Infructuoso al principio fue el ataque: las acometidas ordenadas por Cepeda se estrellaban contra la inexpugnable muralla de enemigos, hasta el punto en que don Victoriano pensó dejar la lucha, pues muchos hombres suyos tendría que sacrificar para sacar a los imperialistas de aquella posición.

Pedro Agüero, que por entonces había ascendido ya al grado de alférez, pidió a su superior que le diera permiso de asaltar la casa, él mismo con diez hombres. La licencia le fue concedida. Pedro Agüero burló la vigilancia de los enemigos y entró hasta donde estaba La Hayrie. Su llegada puso pánico en los defensores, que abrieron las puertas de la hacienda y salieron en carga de caballería a luchar en campo abierto contra quienes con tal audacia los acometían.

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Ahí los enfrentó en combate cuerpo a cuerpo don Victoriano Cepeda. Pedro Agüero, de regreso a la línea primera de batalla, se topó con un francés. En duelo singular a balazos lo enfrentó y le quitó la vida con certero disparo en la cabeza. Acabado el combate y dueños los republicanos de aquel campo, supo Agüero que el hombre a quien había dado muerte era el mismísimo conde La Hayrie. Recibiría después, conservados para él por el administrador de la hacienda, el albardón del muerto y una “zorra” o bolsa de cuero que igualmente había sido de aquel noble francés.

¡Qué azares tiene la guerra! Un pobre campesino mexicano puso fin a la existencia y a la orgullosa carrera militar de un noble y encumbrado militar francés. Y azar más misterioso aún, que el buen don Pedro Agüero jamás pudo explicar, fue otro episodio de su vida de soldado. Contaba él que siendo teniente de caballería luchó en Bocas, cerca de San Luis Potosí, contra el regimiento de la Emperatriz. Venció otra vez el ejército republicano, e hizo buen número de prisioneros. Estaba entre ellos un joven, casi niño, de nacionalidad francesa, que apenas llegaría a los 15 años. Compadecido por la suerte del muchachito, que seguramente iba a morir fusilado igual que sus compañeros, Agüero le pidió a don Victoriano Cepeda la vida de aquel joven: lo quería llevar consigo a Patos –hoy General Cepeda- para darle después la libertad. Accedió el coronel a la petición de su fiel subordinado, pero por una extraña prevención de disciplina le pidió a su vez que en el momento de la ejecución pusiera al joven muchacho entre la fila de los condenados, advirtiendo al pelotón de fusilamiento no disparar contra él. Así se hizo. Y Pedro Agüero, que presenciaba la ejecución, vio con asombro que el joven caía desplomado al sonar el estruendo de la descarga. Fue hacia él con el médico de la fuerza, y con sorpresa y consternación pudieron ver que, aun sin haber sido tocado por las balas, había muerto como los demás. Cuando contaba eso, ya en su ancianidad, don Pedro Agüero movía tristemente la cabeza como no dando todavía crédito a lo que aquel día sucedió.

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