El paraíso recobrado: Los cines en Saltillo
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Entonces había aún clases sociales. La cosa no estaba “revueltita’’, suspiraban nuestras tías. El cine de la clase alta y media alta era el “Palacio’’. Tanto que ni siquiera se llamaba cine: se llamaba “cinema’’. Estaba –y sigue estando, aunque demeritado- en la calle de Victoria, entonces el paseo de la gente bien, y sólo se acordaba el Palacio de la otra gente dos días a la semana -los martes y los viernes- cuando presentaba funciones “populares’’ con tres películas, pero siempre americanas.
El cine del proletariado era el “Obrero’’, por la calle de Aldama. Ahí pasaban solamente películas mexicanas, con excepción de las de Cantinflas -salía una cada año- que reclamaba para sí el “Palacio’’. También se presentaban en el Teatro “Obrero’’ las caravanas de artistas de la legua, patrocinadas por alguna marca de cigarro o de cerveza tirando a lo barato.
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El cine era reflejo de la sociedad. Años cuarenta: estaba vivo aún el recuerdo de los conflictos religiosos, y la gente expresaba en forma espontánea su sentimientos y su fe: siempre que aparecía en la pantalla un “padrecito’’ -a cargo de don Domingo Soler o don Carlos Baena- el público aplaudía. Y no se diga si salía una imagen religiosa. Claro, la gente era también institucional, y aplaudía igualmente cuando en los noticiarios se miraba al primer mandatario inaugurando alguna obra o leyendo su informe de Gobierno. El altar y el trono eran respetados por igual en aquella sociedad posrevolucionaria tan porfiriana.
Antes estuvo el cine “Marycel’’, por la calle de Aldama, entre Zaragoza e Hidalgo. Tenía una especie de “mezanín” en el cual se bailaba. Entre película y película iba la gente a ese entresuelo. Ahí tocaba una orquesta -la de Cuevas, Yeverino o Tapia “reforzada’’- y bailaban las parejas los ritmos de moda. Luego, terminado ese intermedio terpsicoriano, se reanudaba la función de cine.
También había “martes de buen humor’’. En ellos se presentaba alguna variedad en vivo, un ventrílocuo o algún artista venido de Monterrey. Se bajaba un telón en donde estaba escrita la letra de la canción en boga y el público la cantaba siguiendo la indicación de un puntito luminoso que, dirigido desde el proyector, iba marcando la parte del texto que correspondía a la música del piano o de la orquesta.
Los niños teníamos “el matiné’’. Era los domingos, de modo que si queríamos ir debíamos levantarnos temprano para ir a misa, pues entonces no se usaba eso de la misa los sábados o el domingo por la tarde. El matiné comenzaba a las 9 de la mañana. Se exhibían dos películas, una de vaqueros y otra no. Las películas de vaqueros eran clásicas; iguales siempre sus personajes: “el muchacho’’, o sea el héroe, con su caballo; “el amigo’’, fiel seguidor de aquel; “la muchacha’’, salvada por el protagonista de los riesgos en que la ponía “el malo’’ o villano de la película; “el viejito’’, que era casi siempre el papá de la muchacha, y un personaje cómico semejante al bobo de las comedias españolas, representado casi siempre por Andy Levine.
La película que no era de vaqueros era de marcianos o era de monstruos. En el primer género vimos las aventuras de Buck Rogers y “La invasión de Mongo’’. En el segundo nos espantamos con la momia de Bela Lugosi, el hombre lobo de Lon Chaney o el Frankenstein de Boris Karloff.
Los noviazgos de clase media tenían lugar los martes y viernes populares. A la función de los viernes iban las alumnas internas de la Normal. Las clases se suspendían a tiempo para que las chicas pudieran ir al cine. Ahí las cortejaban sus galanes. El amor de la buena sociedad era dueño de los domingos por la tarde. Se encontraban las parejas a la salida del “Palacio’’ y luego caminaban de uno a otro extremo por la calle de Victoria. Sus ires y venires serían reseñados puntualmente en columnas periodísticas de muy buen tono que se llamaban “Victoreando’’ o algo así.
Procesión de sombras pasan por el recuerdo nuestros días de cine, un paraíso jamás perdido, sino antes bien cada día recobrado en la memoria.
Encuesta Vanguardia
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