El petate de la muerta

Opinión
/ 25 septiembre 2022

Todavía a principios del mes pasado vieron a doña Flor Santos a paso veloz por los callejones del Real de Catorce y eso que tiene veinte años muerta. Es complicado brindar una explicación satisfactoria a hechos como este donde la sensatez no alcanza ante una muerta que recoge sus pasos con presuroso e inquebrantable golpe de huarache, rebasando así –elegante y acuciosa– la capacidad de comprensión sensorial y cognitiva.

Quizá los testimonios de estas apariciones tienen más que ver con la nostalgia que con la fecha, pero la verdad sea dicha: nadie ha sido más devota de San Francisco de Asís que ella. No había un solo problema que se resistiera a poner en manos de aquel abnegado santo tan invadido de estigmas como de alopecia.

Su relación con esa comunidad que un día fue minera y próspera se remonta a los primeros años de vida, hace un titipuchal, hacia finales del siglo XIX. Nació en Santa Cruz de Carretas, un poblado emergente sobre la cuesta, a unos cuantos kilómetros del Ogarrio que da entrada a la congregación que se encomienda en cuerpo y alma al italiano más potosino que se haya conocido.

El áspero destino decidió que Florecita encontrará su futuro en lontananza a través de los gajes del matrimonio. Aunque abrupto, tomó el cambio de residencia como una penitencia a pagar por vivir mejor y cumplir con las nupcias, uno de los sacramentos que aún tenía por consumar. Puesto que en el apellido llevaba una incomprensible y ardiente pasión por los mártires voluntarios, los azotes recibidos de buena gana y duros golpes de pecho.

La vida en aquel lugar era modesta y difícil, por ello, emprender la huida –incluso en condiciones nupciales– representaba una coyuntura para pasarla como la gente. Si no llevó consigo algo fue porque no tenía más posesiones que su denodada fe y el petate pa’ caerse muerta cuando dios la llamara a su hierática presencia, donde “Panchito” abogaría por su ingreso al cielo de los reinos. Al fin y al cabo, pobre y bienaventurada como los miserables desposeídos que serían caciques del paraíso. Más que una promesa, eso era un imperativo perentorio para el redentor de los conformes.

Sin embargo, el sentido de pertenencia tiene caprichos dominantes que impidieron a la señorita Santos ser una más en el centeno citadino. La melancolía, que era invasiva en su sentir, reiteradamente le administraba dosis de morriña intravenosa que pronto marchitaron la flor que un día llegó con más esperanzas que equipaje a usurpar las oportunidades de la metrópoli. Ni el bullicio, las tiendas o la comida a manos llenas (y mucho menos sus hijos) lograron sacar de su mente aquellos días bucólicos en los que no había congoja que se resistiera al exorcismo de postrarse ante el sacro altar de la parroquia de la Purísima Concepción.

Que conste que no se casó contra su voluntad, aunque en aras de la vituperada sinceridad hemos de aclarar que esto no significa que estuviera de acuerdo, a su manera, era una feminista precoz. Por ello, mostró estoica resistencia ante la férrea concepción del marido que entendía el matrimonio como la renuncia del deseo propio. Con esta indócil bandera se escabulló “pal’ Real” a la primera de cambios. No caducaría un octubre sin que visitara al santo eco-friendly, patrono de la fauna y primer hippie de la historia.

Empero, la rebeldía llega hasta donde alcanzan los recursos y, en un afán de maniatar a la recién desposada, le fue disminuido el chivo semanal. Sus constantes viajes devinieron en la negación del dinero procedente de la cartera del esposo. A partir de ese corte de caja, sólo le alcanzaba para lo más elemental, no quedaba margen para hacer cochinito y acometer el próximo periplo hacia la infancia. No obstante, de tanto echarle coco encontró una solución como epifanía, chantajista y piadosa en la misma medida: las mandas de limosna.

El mecanismo consistía en salir a la calle, abordar algún transeúnte con cara de alma caritativa, vender la trama con una jerigonza cuasi-celestial y recolectar el accésit parroquial. Para interpretar el papel de beata falaz sólo requería un chal sobre la cabeza, cara de religiosa abandonada, rosario en mano y tiempo. Este último sobraba insanamente a raudales.

Contrario a lo que sus conocidos cotilleaban, estirar la mano no era nada sencillo, requiere una convicción sumamente firme para saber que lo que te mueve es la fe y no algún pingo avaro, salaz y manirroto disfrazado de hermanita de la caridad. Con este modus operandi, viajó casi una decena de veces al destino de marras, pero la decimoprimera no fue cumplida a cabalidad.

Recolectó la ofrenda, se preparó para hacerse a la mar, pero una serie de imprevistos obstaculizaron la travesía. La espera se prolongó hasta que un día la muerte la sorprendió en su catre de forma intempestiva, el mismo que había traído desde el terruño natal. La jornada fúnebre en su honor se llevó a cabo de forma sigilosa y privada porque todavía hay quienes desconfían de convertir el sepelio en un circo de tres pistas.

No pasaron sino días para que llegara el rumor de su presencia vaporosa en las inmediaciones del templo potosino. “Flora es una sangripesada, ni nos saludó. Cuando nos vio, se echó encima el rebozo y dio la vuelta. Ya sabíamos que tiene su genio, pero mira que ni saludarnos y tan lejos del barrio. No fue para darnos posada, prefirió seguir hincada en el echarpe implorando por dadivas. No me extraña, ya me había torcido la boca varias veces ¿Creerás que estaba echada en el atrio con el petate nejo de toda la vida?”

Fingí incredulidad ante dichas historietas. Alguien debía mostrarse sensato ante la narrativa fantasiosa que envolvía a mi parienta y su alma en pena, pero era preciso acudir hasta el lugar donde se dice que divaga ese espíritu errante y temeroso de dios a drenar mis dudas.

Es un sitio concurrido por la grey terrenal y ahora sabes que también por la etérea. Hace algunas semanas que pasó el santoral del patrono del pueblo, pero la afluencia de la feligresía no es menor. Si no fue difícil encontrarla en medio de aquel gentío fue porque -ahí supe- los muertos sobrepueblan entre nosotros. La mies es mucha y los penitentes no son pocos.

La vi darle vueltas al templo con una antiquísima veladora que se derretía y le empapaba las manos de cera ardiendo. Iba con la mirada extraviada y compungida, como quien no logra encontrar la salida de un lóbrego túnel infinito. Pronto noté su angustia, no lograba entrar en el templo. Algo le impedía traspasar el amaderado umbral del santuario.

Me reconoció al tiempo que recordaba que no moría el otoño sin saber de boca ajena que ella continuaba divagando por aquellas calles de dios. Creí que mi presencia precipitaría su huida, pero –contrario a lo esperado– se acercó y pontificó como quien sube al mullido púlpito “no tengan deudas con nadie, aparte de la deuda de amor que tienen unos con otros...”.

Flora seguía allí, con su añejo petate al hombro.

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