El TDAMLO
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Como en prácticamente cada ocasión desde hace ya un cuarto de siglo, escribo estas líneas en los apretados minutos previos al cierre de la edición.
Confieso que he sido durante cinco lustros el dolor de cabeza de los editores y diseñadores de página que amablemente reciben mi trabajo, ya casi con un pie afuera de la redacción, ansiosos de irse a descansar.
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Amigos y conocidos suelen preguntarme por qué rayos no escribo mis artículos con antelación y me doy así una oportunidad de administrar mejor mi tiempo.
¡Acaso están locos!
¿Cómo se atreven siquiera a sugerirle una agenda anticipada y bien organizada a una persona como yo, con un marcadísimo Trastorno de Déficit de Atención? (TDA o TDAH si lo pides con relleno de Hiperactividad)
Resulta que lo que yo consideraba que eran sólo malos hábitos tiene un nombre clínico y ha ganado amplio reconocimiento como un trastorno neurodivergente para el cual hay incluso medicamento especializado.
Se supone que una pastillita ayudaría a mejorar mi concentración, a enfocarme en una sola tarea y a evitar que al final del día tuviera cinco o siete cosas inconclusas, así como sólo dos párrafos del artículo próximo a entregar.
Para mí los raros son quienes cumplen sus deberes con anticipación y que no se esperan hasta sentir el disparo de adrenalina por la inminencia del “deadline”.
Procrastinar no es una elección, es la única manera de hacer las cosas. Pero créame que no es por indolencia, ni por vagancia.
Y aunque a veces las cosas así funcionan (hasta cierto punto) para la gente como yo, casi siempre es una receta para el desorden, las crisis y el caos. Esto es apenas tolerable en un plano personal, pero a nivel organizacional (y no digamos institucional) es simplemente inaceptable.
Cual estudiante de secundaria que se la pasó macaneando durante las vacaciones y tiene que entregar mañana un reporte de lectura sobre las obras completas de Dostoyevski, una maqueta del sistema solar a escala, una monografía sobre la historia de las monografías y una cartulina en blanco que le falta comprar, el Prócer de Macuspana está, por decir lo menos, inquieto y es que está en juego su legado, su gran aportación.
¿Y cuál será dicha aportación? ¿La tan anhelada justicia social? ¿El fin de una era de corrupción? ¿Un desarrollo científico y tecnológico que nos permita dejar de ser un país maquilador? ¡Para nada! El legado de don Andrés es Andrés, él mismo; su propia entrada a los patrios anales (“anales”, jijiji), su entronización como héroe y caudillo en el Panteón de los Ilustres junto a Hidalgo, Morelos, don Beno, Madero y el Tata Cárdenas (aunque a veces −algún día ha de confesarnos− siente que pertenece a una liga superior: junto a Lincoln, Gandhi, Luther King y Mandela).
¿Pero con qué méritos ha de construir su estatua si todo lo tiene tirado y a medias (tratándose de obras tangibles); mientras que en lo político su régimen es de total autoritarismo, populismo, corrupción y antidemocracia?
“¡Piensa, Andrés, piensa!”, se exige a sí mismo como chamaco que ya considera la posibilidad de excusarse con el clásico: “es de que el perro se comió mi tarea”.
En su desesperación y premura, el Viejo del Tutupiche ve en cada acto, acción o eventualidad una oportunidad para reforzar su trascendencia.
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Por supuesto, el conflicto diplomático con Ecuador no iba a ser la excepción. Y aunque en efecto, el asalto a la embajada de México fue un agravio y viola un montón de acuerdos y tratados, no entraña mayor gravedad que las sanciones a las que el propio Ecuador se haya hecho acreedor.
El Macuspano, sin embargo, lleno de regocijo buscó vender a su teleaudiencia y a medios afines la noción de que estábamos en pie de guerra y él nos conduciría indemnes a todos los mexicanos por la oscura noche de las tensiones bélicas.
Ya le digo, a falta de cualquier resultado concreto qué presentar, Amlito no soltó el tema durante 15 días.
Y ya le recriminaba a Canadá y a los Estados Unidos por no pronunciarse enérgicamente al respeto: (“¿Acaso te lo tengo qué pedir? ¡Ash, así mejor no quiero nada!”).
Y ya le pedía a la ONU que le retirase a Ecuador su membresía de cuates, a reserva de que nos ofrecieran una disculpa diplomática en la que se destacara que el Presidente AMLO la tiene más grande... (la popularidad, claro).
Y avivó los corazones de sus leales huestes que, al unísono y desde la comodidad de X, antes Twitter, se sumaron al reclamo del mandatario mexicano por aquel indecible agravio a nuestra soberanía.
Pero para empezar, la ONU jamás ha expulsado a ningún Estado como exigía Sir Andrés. ¡Si de lo que se trata es de que todos los países del mundo sean miembros para poder mediar en los conflictos! Pero haga entender esto al viejito en medio de su berrinche. Y en segundo lugar, no lo iban a expulsar por un asalto a una sede diplomática que, para colmo, fue en represalia a un montón de violaciones verbales al principio de no intervención que nuestro Bebé Septuagenario estuvo acumulando previamente.
Y como siempre, resultó curioso que AMLO pidiera la expulsión para Ecuador por esta “invasión”, pero que en cambio nunca la haya pedido para el camarada Putin, quien sí invadió con fuerza militar a otra nación perfectamente reconocida por el Consejo General de la ONU.
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Lo que sucede es que a AMLO se le agota el tiempo y no encuentra con qué materiales construir el pedestal para su monumento y se los tiene que buscar en la inflada retórica de un agravio de “suma magnitud a nuestro honor y soberanía”. ¡Sáquese!
Eso le pasa por pensar que duraría para siempre en el Poder, que el sexenio le sería eterno y por pasársela echando chacota mañanera, macaneando por las tardes, repartiéndose entre Nayarit y Badiraguato y en caprichos inconclusos sin ton ni son.
El Trastorno de Déficit de Atención del Licenciado (el TDAMLO) nos salió carísimo, lo hubiéramos recetado a tiempo, pero dudo que hubiera medicamentos tampoco.