El transporte de primera es un reflejo de una ciudad de primera
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El escalón es de metal. “Suba rápido, señora, que arranca de volada”, urgen a la pasajera que aborda una unidad del transporte público de Saltillo. El metal está carcomido. Ella lo observa con cautela y con miedo, en tanto escucha la voz que detrás de ella viene apremiándola.
Apoya en el tablero digital su tarjeta con la cual se ahorrará unos pesos de un viaje que tiene como destino el centro de la ciudad. Se tambalea, pues mientras está en la operación que no conocía de colocar la tarjeta de una u otra manera, el camión arranca y ella siente el jalón muy de repente.
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Voltea a su alrededor. Esta unidad no se caracteriza precisamente por su limpieza. Hay cochambre en el piso y, alrededor del chofer, envolturas de dulces y chocolates. Un anuncio escrito en computadora y colocado al frente de los pasajeros avisa que la ruta cambiará su recorrido, con lo cual el usuario del transporte público se beneficiará, dice, al ser reducido el tiempo, comparado con el realizado antes haciendo otro recorrido.
La gente se sofoca de calor. Unos y otros se observan, primero con cierto interés, y luego con desgano. Pero hay algunos solidarios que alertan al chofer: “Espere, todavía hay gente bajando acá atrás”.
Hay timbres en algunas unidades que están impecables y que funcionan a la perfección. Qué maravilla que con todas ellas ocurriera lo mismo. No pasa esto en la totalidad de las rutas, y se vuelve una odisea alcanzar la salida, alertar al chofer que se va a bajar, sobre todo si en este camión en particular la salida ha de ser obligatoriamente por detrás.
No todas las rutas, ya se ve, son iguales; tampoco los choferes. Hay rutas a las que se preferiría no tener que abordar, pues apenas iniciado el viaje, y durante todo él, se va a velocidades que no debieran estar permitidas para el transporte público.
Los usuarios que van de pie han de enfrentar la dificultad de mantenerse en equilibrio, mientras que los que van sentados luchan por no ir de un lado a otro, chocando con su compañero en los asientos, debido a los “volantazos” de ciertas unidades.
Momentos hay de cierta calma, también en otras unidades, roto, a veces, por la llegada de personas que suben para ofrecer mensajes o pedir apoyos. Una mano obliga a otra a saludar, y hay usuarios que se oponen. Sin embargo, el personaje que sube y saluda al chofer antes de hacerlo con pasajeros de la primera línea de asientos, comienza su discurso: hay un familiar que se encuentra en terapia intensiva de un hospital público de la ciudad. Baja de la unidad desafiando la cara de incredulidad de unos; la indiferencia de otros y la compasión de algunos más.
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Sigue el calor, sofocando y llenando de angustia los rostros. Desean arribar a su destino; el camión sigue su ruta y los pasajeros observan distraídamente los comercios que van encontrando a su paso; las casas, los edificios, las calles. Otros concentran su atención en el teléfono celular. Un verano caliente. El silencio atraviesa el camión, pero las miradas convergen en los defectos de la unidad que pueden convertirse en un peligro para los que ascienden o descienden de él.
Los camiones urbanos forman parte del escenario citadino. Constituye el transporte público parte importantísima del desplazamiento cotidiano de miles de saltillenses. La renovación de unidades, su mantenimiento, el cuidado del cual se les provea debe estar a la altura de una sociedad que lo utiliza como su único medio y que merece seguridad y confianza.
Necesarias revisiones en averías como aquellos carcomidos escalones de metal, donde hundirse un pie hasta atorarlo es un grave riesgo; indispensable supervisión y vigilancia por las altas velocidades en que algunos de los choferes circulan las pesadas unidades.
Una ciudad de primera debiera tener un transporte de primera.