Elecciones 2023: ¿pueden considerarse caras o baratas?
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Una de las discusiones que en forma permanente recreamos en México es la relativa al costo económico de los procesos electorales. Y es que en términos absolutos, el monto de lo que se gasta en garantizar el ejercicio del voto ciudadano siempre suena muy alto.
Por ejemplo, en el caso de Coahuila, el órgano electoral local ha solicitado, para la organización de los comicios del año próximo, un poco más de 595 millones y medio de pesos. Tal monto es necesario, de acuerdo con quienes dirigen el IEC, para garantizar que los coahuilenses podamos ejercer nuestro derecho a votar por quien ocupará la titularidad del Poder Ejecutivo, así como por quienes integrarán la siguiente Legislatura del Congreso del Estado.
¿Cómo determinar si el monto de lo solicitado es mucho o es poco? El primer ejercicio que se antoja factible es el de comparar contra la elección inmediata anterior y aquí la aritmética nos dice que el requerimiento es 19 por ciento más de lo ejercido en las elecciones del año 2021.
Existe, sin embargo, alguna diferencia importante entre un proceso y otro. La fundamental es que en 2021 solamente se renovaron los ayuntamientos, en tanto que el año próximo se renovarán los poderes Ejecutivo y Legislativo, lo cual implica una estructura organizativa mayor.
Por otro lado, el hecho de que se lleven a cabo dos elecciones de forma simultánea también implica que se entregue un mayor volumen de prerrogativas a los partidos políticos, lo cual encarece el costo de los comicios, aunque eso tal vez no justifique del todo la cifra final.
Otro argumento que ha ofrecido la autoridad electoral para justificar el mayor costo de los comicios del año próximo es que debe elaborarse una cantidad superior de materiales electorales (urnas, boletas y diversos formatos para llenar en las casillas) que en una elección como la de 2021.
Al final, sin embargo, el que las elecciones se consideren caras o baratas no pasa por este tipo de consideraciones –de carácter objetivo, sin duda– sino por otras que, aún cuando resulte más difícil medir, resultan más lógicas para el ciudadano común.
Nos referimos, desde luego, a la calidad de los resultados que las elecciones ofrecen en términos del trabajo que despliegan quienes terminan ocupando los cargos públicos en juego y que, al menos en el caso del Poder Legislativo, generan amplia insatisfacción.
El desempeño de quienes reciben el mandato popular en las urnas suele ser tan poco reconocible que, frente a tal circunstancia, a cualquier persona le resulta caro el costo de nuestra democracia representativa.
Contrario sensu, si el producto del ejercicio de votar fuera uno que hiciera sentir a los ciudadanos realmente representados, el costo monetario de las elecciones bien podría ser el doble –o el triple– y nadie tendría problema alguno con eso.
Por desgracia, medido el resultado de los comicios en términos de la satisfacción que produce en la ciudadanía, nuestros comicios se antojan demasiado caros, incluso si el costo pudiera reducirse a la mitad.