Entre el cielo y el infierno
El Colegio de la Reverberación era un plantel cuyas alumnas aprendían, a más de algunos rudimentos de aritmética y gramática, la importancia de conservarse vírgenes, pues eso las ponía en aptitud de hacer un matrimonio ventajoso. En la actualidad el himen, al igual que el Peso argentino, está muy devaluado, pero otrora gozaba de mucha consideración, tanta que si a una mujer que conservaba la virginidad alguien le decía “señora” en vez de “señorita” se indignaba sobremanera y exigía que se le respetara el título, como si fuera signo de nobleza o blasón aristocrático. Acerca de esto Voltaire dijo algo sumamente volteriano: “Una de las más grandes falacias de nuestra época es pensar que la virginidad sirve para algo”. No voy a negar –lejos de mí tan temeraria idea– que las prendas de lana virgen alcanzan un precio superior a las que están hechas con lana de las borregas que corren más despacio, pero tal argumentación no es válida en el terreno de lo humano. Aun así sor Bette, la directora del colegio mencionado ut supra, o sea arriba, exhortó a sus alumnas a mantenerse puras. Les dijo: “No cambien una hora de placer por una eternidad de castigo”. Levantó la mano una de las chicas y le preguntó: “Reverenda madre: ¿cómo se le hace para que dure una hora?”. (Si me es permitido un recuerdo personal evocaré a este amigo mío que para retardar la terminación del acto recitaba mentalmente, mientras llevaba a cabo el in and out, la primera Catilinaria de Cicerón: Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?, etcétera). Aun así, la duración promedio de la cópula es de 7 minutos, según estudio realizado por el novelista norteamericano Irving Wallace, quien escribió un libro con ese sugestivo título: “Los 7 minutos”. Un señor duraba siempre 3, y su esposa le pedía que tuvieran el sexo en la cocina, pues con eso medía el tiempo que tardaba en hacerse el huevo tibio para su desayuno. Volviendo al Colegio de la Reverberación, es de notar que en algunas religiones van juntas la idea de placer y la de castigo. Otro amigo mío de juventud tuvo una novia que tan pronto llegaba el final del acto saltaba de la cama y se vestía apresuradamente al tiempo que clamaba llena de angustia: “¡Confesión! ¡Confesión!”. Y lo mismo al día siguiente. Ahora bien: si de confesión se trata habrá quienes deban reconocer que les simpatiza aquel andaluz que la palmó −así se dice en España para no decir que se murió− y se fue al Cielo. Ahí se aburría soberanamente, pues no conocía a nadie, y los cánticos de los ángeles y arcángeles, serafines, querubines y demás integrantes de la corte celestial le parecían poco musicales y monótonos en comparación con las bulerías, peteneras, siguiriyas, fandangos y sevillanas a los que estaba acostumbrado. Fue entonces con San Pedro y le pidió que lo enviara a otro sitio, pues en la morada celestial no se sentía a gusto. El apóstol de las llaves le dijo que el otro lugar era el infierno. “Pues ahí voy” –aceptó el tipo–. Y al averno lo envió Pedro. Días después el portero celestial se dio una vuelta por el infierno, pues tenía curiosidad por ver cómo le iba al andaluz. Lo halló metido hasta el pescuezo en un perol lleno de plomo derretido y rodeado de diablos que lo punzaban con sus tridentes y le echaban azufre y otras sustancias pestíferas en la cabeza al tiempo que lo colmaban de horribles maldiciones. “¡Hola, Pedrillo! –saludó el andaluz alegremente al pescador–. ¡Gracias por haberme mandado aquí! ¡Esto es precisamente lo que a mí me gusta! ¡El cachondeo!”... (“Cachondeo” es en España lo que en México llamamos “relajo” o, más expresivamente, “desmadre”)... FIN.
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