Epistolario de los cobardes
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Los cobardes son asaz herméticos, engalanan la incapacidad para inhibir el deseo y negar aquello que quieren, en cambio prefiere ocultarse en la penumbra de las naguas bienhechoras, ergo, tras la máscara del enigma que les libera del vértigo de la decisión; pero -sobre todo- ejecutan con maestría el escape a las consecuencias de sus actos perversos, repugnantes y falazmente cándidos.
Los cobardes no se atreven a desear, son marionetas del capricho ajeno. Les gusta ser tratados como infantes y consentidos con cinismo ¿cómo está mi niño? ¿qué hizo hoy la niña? Están a merced de su decadente mecenas: el mejor postor.
Su cacique, diplomático de los malos gustos, no tiene el menor interés por la calidad de lo que sus vasallos le ofrecen como prebenda en cochambrosas charolas de plata. Empero, le obsesiona la cantidad en que le suministran sus turbios vicios ¡que nadie se sorprenda! así se estila en sus recurrentes y patéticos circos de tres pistas en los que habitan.
Los cobardes no toman decisiones, imploran tiempo y esperan que una convergencia vertiginosa y caótica les ponga un camino, preferentemente largo –amén de sinuoso– para poder ser los mártires que andan descalzos por la vía dolorosa en la narrativa parental y fantasiosa. Aquí estriba la razón de sus devaneos con la magia, no hay manera más sencilla de vivir que un mundo donde todo está escrito y planificado por un dios esculpido a su imagen, imantación y semejanza. Vaya la manera de evitar el absurdo y la náusea de la existencia auténtica.
A esta deidad furibunda encomiendan la obediencia a ciegas que propaga de forma patológica la gula de poder que padece su sacro santo protector, a quien deben respeto y entrega en cuerpo, alma y pensamiento. Quedan estrictamente prohibidos los anatemas emocionales. Es él la viva encarnación del báculo rector en el autóctono huerto del fruto familiar.
Ya imaginará usted que los cobardes son seres crédulos y ladinos, no se han enterado que el universo gira presuroso entorno del gran astro rey y no de sus deseos fútiles, nauseabundos y mundanos como el que más. No obstante, no se deje ensimismar por su condición de meapilas, están en disposición de llevar a escena sus más risibles desplantes devocionales con tal de probar su fe ciega y la ausencia del libre albedrío. En este gremio no hay más voluntad que la del oligarca consanguíneo. Inclusive, están en jacarandosa disposición de parir su propia desgracia y achacarla a quien mejor les venga en gana. En ellos inicia y termina el caos del hastío y la desgana.
Entre sus hábitos de cabecera acostumbran hacer daño, conjeturan que el universo les concedió -a trasmano- una patente de corso para anteponer vigorosamente sus impulsos a los minúsculos razonamientos que apoquinan de forma exigua. Son sabios de sofá (roído y mal oliente), decanos del esnob y taumaturgos de la insatisfacción.
¿Usted también ha notado como los cobardes carecen de organización? Todo en ellos gravita entorno del desbarajuste ¡repámpanos! más grave que el desorden de la facha y su habitación, es el fango apestoso en el que están repantigadas sus pequeñas y anodinas ideas, las cuales –dicho sea de paso– no comulgan con la necedad del pensamiento lógico ¿“muera la inteligencia”?
Bajo su propio riesgo debe saber una cosa que, aunque no es perentoria, vuela ligera como ave de mal agüero: los cobardes mienten, simulan, alcahuetean, solapan, encubren, engañan, se confabulan y -cuando no les queda alternativa- se calzan las botas de la víctima en turno. No les atemoriza inmolarse ni pasar por la guillotina de la relatoría de hechos. Están dispuesto a cabalgar hasta las últimas consecuencias con tal de salvar la imagen del redentor angelical y piadoso ¿qué más da cuál sea el enemigo en boga? Este siempre reposa a duermevela en sus entrañas.
Mientras siga el show, barato y de mal gusto, continuarán bailando en el vodevil de tresillo de costumbre con tal de no asumir las consecuencias de sus decisiones. Los cobardes compran conciencias, conforman multitudes y agitan a las masas. Seguro usted conoce alguno, póngale nombre.