Espionaje

Opinión
/ 5 octubre 2022
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El espionaje es un viejo recurso del Estado para combatir a sus enemigos. El régimen democrático ha pretendido su regulación, ya que en el autoritarismo era indistinto ser opositor y ser amenaza al régimen. Aun ahora el control es difícil de conseguir por la secrecía y la opacidad; se requiere de un sentido de autocontención que no siempre ha funcionado; incluso, las democracias más consolidadas han padecido este uso ilegal del espionaje en los juegos de poder. El presidente López Obrador, como cualquier opositor, fue objeto de ilegal espionaje. El big brother, hay que decir, vigilaba y observaba hasta a sus propios aliados. En estos tiempos de acecho y amenaza de la criminalidad a esferas estratégicas del Estado obliga a que el espionaje institucional o inteligencia se fortalezca y amplíe su espectro de atención.

Es una realidad que el espionaje ha dejado de ser monopolio de autoridades y, particularmente, de los policías. La fácil interferencia de la comunicación móvil y digital ha significado que se amplíen las fuentes de espionaje, que ya existen entre particulares y entre hampones que usan la extorsión para sus negocios y vender caro su silencio. La impunidad al respecto favorece que el espionaje prolifere en todas sus expresiones. Capítulo aparte es el espionaje de gobiernos extranjeros en territorio nacional.

El Estado requiere de servicios de inteligencia, pero debe tener un propósito de protección del interés nacional y la seguridad pública. Deben ser regulados al menos por dos fuentes: la judicial y la legislativa, esto es, el control debe ser externo al mismo gobierno y con un sentido de responsabilidad por parte de los entes de control y quienes los integran, para entender las implicaciones de esta tarea y asegurar la secrecía de los insumos que genera.

El problema ha sido el espionaje político, en especial cuando la información supuestamente secreta se hace pública con alguna intención propia de los juegos de poder. López Obrador llegó a la más elevada responsabilidad pública bajo el compromiso de dejar atrás las prácticas ilegales y autoritarias, entre éstas el espionaje político. Algo semejante pretendió Vicente Fox. Con su venia o con su reserva, ambos fracasaron en tal empeño. El espionaje y el uso político de sus insumos a periodistas, líderes políticos o de organizaciones civiles es una práctica recurrente. Las grabaciones de diálogos telefónicos del fiscal Alejandro Gertz Manero o los audios del presidente del PRI, Alejandro Moreno, difundidos por la gobernadora de Campeche, son dos comprometedores ejemplos. Como también es divulgar las operaciones financieras o situación patrimonial de particulares realizadas sin contención alguna por autoridades federales, violando el secreto bancario y el respeto legalmente protegido al derecho a la privacidad y de secrecía de datos personales.

Una de las formas para intimidar, controlar o castigar la libertad de expresión es el espionaje a periodistas. Raymundo Riva Palacio, Ricardo Raphael y Daniel Moreno fueron de los primeros en señalar el espionaje del que han sido objeto a raíz de la divulgación de los Sedena Papers. Los mencionados Raphael, Moreno, Animal Político y Raymundo Ramos, del Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo, han tenido el acierto de denunciar ante la FGR el ilícito, imputando a la Sedena o al CISEN la presunta responsabilidad. La investigación debe contar con el respaldo de todos los interesados en acabar con esta práctica perniciosa, incluso debiera tener el aval del mismo Presidente a manera de honrar su compromiso de dejar atrás las prácticas ilegales e intimidantes contra los medios, los opositores, los críticos y cualquier ciudadano en particular.

El espionaje es una tarea de Estado indispensable y también para combatir al crimen. Los avances tecnológicos amplían la capacidad de las autoridades para observar, vigilar y controlar. Se han dado muchos golpes contra la delincuencia a través de este medio. No debe llamar a sorpresa la inversión institucional al respecto, mucho más en estas horas en que el combate a la criminalidad debe darse con todos los instrumentos y capacidades del Estado. Por tal consideración debe ser una acción regulada y bajo control autónomo y externo por parte de los poderes judicial y legislativo.

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