Estampas de ayer: anécdotas de hombres ingeniosos

Opinión
/ 18 julio 2023
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Era Gustavo Espinosa Mireles hombre de singular ingenio. Y de ese ingenio trata la anécdota que en seguida voy a narrar.

Había llegado la época de elegir diputados al Congreso del Estado. Concurrieron a elección candidatos de dos partidos, uno el oficial, apoyado por el gobernador Espinosa Mireles, y otro el de la oposición. Los candidatos oficiales participaban con el distintivo rojo; los oposicionistas con el verde.

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Las elecciones se efectuaron y ganaron algunos candidatos “rojos” y otros “verdes”. Un colaborador cercano de Espinosa Mireles le mostró su preocupación.

-¿Qué haremos, licenciado, con los diputados contrarios a nosotros, con los verdes que entraron al Congreso?

Espinosa Mireles no compartía esa preocupación. Conocía muy bien la naturaleza humana, y sabía que cuando conocen las mieles del presupuesto, el tibio acogimiento de la nómina, la tranquilizadora seguridad que da la chamba, hasta los más acérrimos oposicionistas, hasta los luchadores más intransigentes se amansan y dulcifican, se vuelven dóciles y sumisos y se olvidan de sus pasados arrebatos. Conservador es el que tiene algo que conservar. Así, dijo Espinosa Mireles con socarrona sonrisa:

-No se preocupe usted, mi amigo. A esos señores diputados les pasará lo que a los chiles verdes, que con el tiempo se ponen colorados.

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- II -

El general Santiago Ramírez, de las gentes de Villa, fue durante poco tiempo gobernador de Coahuila. A ese puesto lo llevaron los azares de la Revolución. Hombre rudo, apenas sabría leer y escribir, y se expresaba con las rotundidades de los hombres del campo y de la guerra.

En su despacho del palacio de Gobierno todo le asombraba, le sorprendía todo: el grosor de la mullida alfombra en que se hundían sus recias botas de jinete; los candiles de prismas que descomponían los rayos de la luz en todos los colores... Pero su máximo asombro era el teléfono. Cuando lo usaba solía decir:

-De aquí p’allá Santiago Ramírez. ¿Quién de allá p’aca?

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Así como se lo dieron, los azares de la lucha civil le quitaron a Santiago Ramírez el puesto de gobernador. Y, más aún, le quitaron también la vida. Cayó en manos de los carrancistas y, juzgado en consejo sumarísimo de guerra, fue condenado a ser fusilado en el panteón. Tranquilamente afrontó su destino. Con actitud altiva fue por las calles, escuchando sin inmutarse los gritos de la turba que lo denostaba por las crueldades que los villistas habían cometido. En la esquina de las actuales calles de Emilio Carranza y Madero pidió un jarrito de pulque, y lo fue bebiendo a pequeños sorbos en el trayecto al cementerio. Ya frente al paredón dictó a los periodistas sus últimas palabras, pronunció un pequeño discurso ante la multitud que veía su fusilamiento y luego dirigió él mismo su ejecución. Cuando gritó la voz de ¡fuego!, dicen, tenía una extraña sonrisa en los labios.

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