Es un poco lo que nos pasa a los ateos militantes cada vez que solicitamos pruebas sobre la existencia del presunto y Todopoderoso Autor de todo el Universo y sus criaturas.
Y ya se nos pide contemplar la Creación misma como evidencia axiomática de una entidad superior.
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“¿Qué no veis la perfección de su Obra? ¡A huevo hay un diseño inteligente!”.
Y yo: “¡Hmmmm....! ¿Perfección? ¿En serio? Ok... Si ustedes lo dicen”.
Según los creyentes, la rúbrica de Dios está en todas partes. ¡Ah, pero a la parte horrenda de la Creación no le endilgan su irresponsable paternidad!
De igual manera hay que vérselas con esos otros fanáticos de lo irracional, los entusiastas de la 4T, según los cuales es el presente régimen (en concreto el presente sexenio agonizante) el parteaguas definitivo en el patrio devenir; el año cero en una nueva era de prosperidad, justicia y bienestar.
¡Vale! ¡Qué bonito! Por favor indíquenme para dónde debo mirar. ¿Hacia dónde he de voltear para convencerme de semejante prodigio? Porque, claro, siendo algo tan portentoso debe ser de igual manera algo muy evidente, que no requiera demasiada explicación. Algo que se defiende prácticamente por sí mismo.
Pero al igual que su contraparte teísta, la secta cuatroteísta no atina ni para dónde señalar. No es capaz de enunciar un logro concreto del Gobierno encabezado por ese Diosecillo sin barba, el Verbo hecho weba, López Obrador.
Desde luego, pueden repetir los mañaneros dogmas al pie de la letra, palabra por palabra. Pero ni toda la fe ni toda la devoción harán que el crimen deponga las armas, que nuestro sistema de salud se homologue con el danés, ni volverá rentables los emblemáticos y faraónicos proyectos insignia de la Transformación.
El fervor tampoco hará de esta gestión un modelo de transparencia, ni desmentirá los ya incontables señalamientos de corrupción y ciertamente no impedirá que los próximos comicios sean una elección de Estado, con toda la injerencia del Poder que la expresión exige.
Creyentes en uno y otro mito (creacionismo y transformación), una vez que se quedan sin argumentos, recurren a sendos subterfugios retóricos que, aunque no son idénticos, están de alguna manera emparentados:
Los religiosos que no pueden demostrar la existencia de Dios transfieren la carga de la prueba a su contraparte: “¡Demuéstrame tú que Dios no existe! ¿Verdad que no puedes?”. Y aliviados declaran el fin de la discusión. Olvidan que tampoco se puede demostrar la no existencia de los vampiros, las hadas y los duendes, pero que se asume con cierto nivel de certidumbre, gracias a su nula interacción con nuestra realidad, que hadas, gnomos y chupasangres no habitan el mundo conocido.
El creyente chairo escapa por una puerta parecida. Cuando no puede de plano indicar en dónde están las supuestas bondades del movimiento transformador, no le queda sino señalar a quienes le precedieron, como si alguien estuviera defendiéndolos o poniendo en duda toda la corrupción y podredumbre de los gobernantes que PRI y PAN nos acomodaron. ¡Sepa! De alguna manera evocarlos hace que la chairiza se sienta mejor consigo misma.
La religión ha descansado su argumentación “de alto nivel” en un puñado de filósofos teólogos que tampoco han demostrado nada, pero han aportado un montón de intrincados vericuetos retóricos para que, luego de muchos circunloquios, demos con una conclusión a la que ya habían llegado ellos desde el inicio de sus cavilaciones. Por mucho que le suenen o le impongan nombres como Spinoza, Pascal o Tomás de Aquino, lo cierto es que tampoco pudieron demostrar que un Señor eterno, omnisciente, “omni-pudiente” y omnibenevolente (o sea, “omni-chido”) nos creó, nos vigila y nos cobra el predial desde las alturas.
Sin embargo, tan ilustres pensadores le dieron a los fieles algunos de los greatest hits de la argumentación en favor de Dios, para que tuvieran herramientas dialécticas con que poder convencer a los descreídos (aunque todos sabemos que los que más necesitan argumentos y razones para creer son precisamente los autodenominados creyentes).
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Del mismo modo, los amlovers (“amlievers” realmente) descansan su fe en tres mitos, fundamentales, pilares que, aunque endebles, sostienen todo su sistema de creencias: 1. El mito de la justicia social impartida en forma de programas asistenciales; 2. El mito del superpeso y 3. El mito de la superioridad moral de su líder. Y todo lo que los contradiga (sobre todo al último mito) no es sino una narrativa maliciosa impulsada desde las entrañas de una oposición resentida. Los datos presentados son irrelevantes, lo mismo que la pobre, paupérrima refutación que el oficialismo esgrime en respuesta.
En algo no se equivoca el máximo jerarca: La gente, el pueblo está feliz, feliz, feliz. Desde luego, aplican restricciones: para participar de ese regocijo es menester primero renacer en López Obrador y aceptarlo como Salvador único. Infalible e incuestionable.
Una vez abrazado a este dogma, el creyente no necesita pruebas, hechos ni razones para ser feliz (o al menos para insistir que lo es). Sólo necesita echar mano de su fe, una fe que al llamarla ciega, sólo estaríamos incurriendo en la más necia redundancia.