Flores silvestres

Opinión
/ 7 noviembre 2025

Pienso a menudo que las flores, en su humildad, son una lección para nosotros. Crecen donde pueden, no piden permiso, no reclaman atención

Caminar tiene beneficios que van mucho más allá de la salud. Caminar atento, con los sentidos abiertos, multiplica esas ganancias. Es en esas caminatas sin prisa donde uno descubre lo que suele permanecer oculto para quienes viven siempre con el pie en el acelerador. Entre esos descubrimientos que me asombran está el de la enorme variedad de flores que acompañan nuestras existencias, lo mismo en los campos que en los rincones más inesperados de las ciudades. La diversidad de formas, tamaños, colores y aromas tiende a lo infinito. Y cuando creo haberlas visto todas, llega la naturaleza a recordarme lo equivocado que estoy.

Hay flores que cultivamos, las que decoran nuestras casas o los ramos que regalamos como muestra de afecto. Esas son bellas, sin duda. Pero las mayores sorpresas me las han dado las flores silvestres, esas que brotan “de la nada”, incluso en las pequeñas grietas del pavimento urbano. Me conmueve su terquedad: esa manera suya de desafiar al asfalto para recordarnos que la vida siempre encuentra un resquicio para abrirse paso.

TE PUEDE INTERESAR: Entre el souvenir y la artesanía

Tengo la impresión de que nuestra relación con las flores es desigual. Amamos aquellas que consideramos “nuestras”, pero ignoramos o incluso combatimos las que no pertenecen a nadie. A muchas de las flores silvestres las llamamos “maleza”, sin detenernos a mirar su delicadeza ni la sabiduría de mundo que guardan. Cada una cumple una función: algunas alimentan insectos y aves, otras curan, condimentan o simplemente alegran la vista de quien se permite notarlas. Ninguna está de más.

$!Pasiflora.

Cada época del año trae sus propias flores. Los expertos dirán que su aparición obedece a la estrategia de supervivencia de cada especie. Yo prefiero pensar que son señales del tiempo: flores que anuncian la primavera, las que resisten al calor o las que florecen cuando el otoño empieza a marchitarlo todo. En lugares donde abunda la lluvia, las flores se muestran generosas; donde escasea el agua, se vuelven pequeñas y discretas. Todas, sin excepción, son guías silenciosas de la vida.

No es casual que las flores hayan sido fuente de inspiración artística desde siempre. Poetas, músicos y pintores han encontrado en ellas una forma de hablar de lo humano sin nombrarlo directamente. Hay canciones que llevan en su melodía el temblor de un pétalo, poemas que convierten su fragilidad en metáfora del amor, y cuadros que las inmortalizan justo en el instante en que estaban destinadas a morir. Tal vez por eso el arte les concede una vida que desafía su brevedad natural: las flores, que un día se marchitan, vuelven a florecer en los versos de Neruda, en los jardines de Monet o en los recuerdos que dejan las canciones populares.

$!Phalaenopsis amabillis.

Y si algo distingue a las flores, más allá de su forma o su color, es su esencia. No hablo aquí de una esencia fija o inmutable, sino de ese flujo invisible que las atraviesa y se comparte en su olor. Su aroma no se posee: se esparce, se mezcla con el aire, nos envuelve y se va. En ese gesto está contenida la vida misma, con su belleza, su fugacidad y su inevitable fin. La esencia de una flor es su manera de existir y desaparecer a la vez, recordándonos que nada dura, pero todo deja huella.

Pienso a menudo que las flores, en su humildad, son una lección para nosotros. Crecen donde pueden, no piden permiso, no reclaman atención. Están ahí, cumpliendo su papel en el gran tejido del mundo, recordándonos que la belleza no siempre se cultiva: a veces simplemente nace, florece, respira... y sigue su camino.

Temas


COMENTARIOS