Fomento al hábito de la lectura

Opinión
/ 18 septiembre 2024

Los recién casados discutían acaloradamente. La esposa quería tres hijos; el marido solamente dos. “Está bien –dijo ella–. Ojalá quieras al tercero como si fuera tuyo”... Don Ulero fue de cacería al África. Su propósito era cazar un león de melena negra como el que Tartarín de Tarascón, famoso cazador francés, fue a buscar en el Monte Atlas. Llegados a los terrenos donde la fiera merodeaba, el guía localizó unas huellas. “Mon Dieu! –exclamó preocupado–. Estas pisadas indican sin lugar a dudas que el león es enorme. Camina no muy lejos de aquí. Seguramente nos atacará al vernos”. “Calma –recomendó en tono sereno don Hulero–. Siga usted las huellas del león para ver a dónde va. Yo las seguiré para ver de dónde viene”... Noche de bodas. En el tálamo nupcial el arrobado galán le preguntó con anheloso acento a su dulcinea: “¿De quién son estas pompitas tan lindas?”. Respondió la desposada: “Hayan sido de quien hayan sido, ahora son tuyas”... Mis padres no me dejaron en herencia ningún bien material. Ambos eran de condición modesta, maestra ella, empleado de oficina él. Me legaron, en cambio, algo considerablemente más valioso: el amor por la lectura. Yo los veía leer, y su ejemplo me llevó a adquirir el vicio de los libros, único vicio impune que hay. “Prediquen, aunque sea con la palabra”, les decía San Francisco a sus hermanos. Quería significar que fray Ejemplo es el mejor predicador. Leía yo desordenadamente, que es el mejor modo de lectura. Leer es como hacer el amor: debe hacerse por placer, no por obligación. Recuerdo haber leído la biografía de San Ignacio de Loyola escrita por el Padre Ribadeneyra, e inmediatamente después “Flor de Fango”, obra del tremebundo Vargas Vila. “Somos lo que comemos”, afirman los nutricionistas. Yo soy lo que leí, a más de lo que mis padres, algunos de mis maestros y otras buenas personas hicieron que fuera. A ese respecto quiero compartir con mis cuatro lectores una gozosa experiencia. Luego de muchos años volví a jugar a la lotería. Sin embargo, la tabla en que jugué esta vez no tenía el catrín, la dama y el diablito –su cercanía es mera coincidencia–, sino a Cervantes, Sor Juana, Shakespeare, Dickens, Flaubert, Tolstói, Balzac, y así hasta llegar a Rulfo, Borges, García Márquez e Isabel Allende. Esa lotería con figuras de escritores y escritoras fue ideada por la maestra Ana Imelda Rétiz Gámez como medio para promover el hábito de la lectura entre los niños y jóvenes del plantel donde aprendí las primeras letras, y luego muchas otras: el invicto y triunfante Colegio Zaragoza, lasallista, de mi ciudad, Saltillo. Acompañé a su director, el Hermano Luis Arturo Dávila de León, en la premiación de las niñas y niños que llenaban sus tablas. Gran gozo fue igualmente abrazar ahí a mi linda nieta Dany, alumna ya de prepa en el colegio al que ingresé hace justamente 80 años. ¡Qué bellos regalos de vida me da el Misterio de quien la recibí! “En mi ostracismo acerbo me alegré esta mañana”. Con esas palabras empieza uno de los más bellos poemas de Ramón López Velarde. Pues bien: en este septiembre que algunos califican ya de negro por los males que en él se han abatido sobre nuestro país, yo me alegré al regresar al insigne plantel del que fui alumno y al que acudieron también mis hijos, y después mis nietos. No dudo en desobedecer a la Academia para otorgar a la maestra Imelda el título de “Apóstola del libro”. Muchas generaciones le deberán haber adquirido a través de su ejemplo y su labor el hábito de la lectura. Yo le agradecería sus bondades si tuviera palabras suficientes para expresarle mi gratitud. Una sola le diré entonces: gracias... FIN.

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