Grandeza. El Libro del Mam...
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La ‘Grandeza’ de AMLO no soporta el rigor histórico... Eso lo sabe el macuspano, pero ello no importa cuando hablamos de adoctrinamiento
Para no pelear con católicos y cristianos en vísperas de Navidad, mejor hagamos un comentario sobre los mormones (que, aunque técnicamente también son cristianos, han hecho una interpretación bastante libre de las Escrituras). Veamos:
En 1820, un joven granjero de Nueva York, Joseph Smith, rezaba en el bosque preguntando cuál era la Iglesia verdadera a la cual consagrar su fe. Justo allí se le aparecieron en persona Dios Padre, “Creador del Cielo, de la Tierra y de Todas las Cosas & Son” (o sea, Jesucristo también), sólo para decirle que no había ninguna Iglesia digna de su legado y que él, Smith, debía encargarse de restaurar la Iglesia verdadera.
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Es un poco como preguntarle al mesero: “¿Qué me recomiendas?”, y que te diga: “Yo le recomiendo que mejor vaya a su casa a guisarse un huevito con salsa porque aquí vendemos puras porquerías”. En fin:
Tres años después a Smith se le apareció el Ángel Moroni (un personaje nuevo que no aparece en la Biblia), quien le reveló la localización de unas tablas de oro grabadas con escritura antigua, que Smith pudo traducir con ayuda divina. El resultado es el “Libro del Mormón” (desde 1957 disponible en cualquier habitación de hotel).
Este Nuevo-Nuevo Testamento es más bien una secuela no oficial de los acontecimientos posteriores a la Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión de Cristo.
Según esta saga expandida de las Sagradas Escrituras, en el continente americano se estaba librando una guerra de más de mil años entre los nefitas (gente buena, civilizada, culta, hermosa y rubia) y los lamanitas (un pueblo salvaje, rebelde, envilecido y –en castigo divino– de piel oscura).
Pero hacia el año 34 de la era común, Cristo en persona se dio una vuelta por lo que hoy son los “Yunaites Estates” y se presentó ante estos dos bandos enemistados, los puso al tanto de los acontecimientos de las dos primeras partes de la trilogía, les recitó un viejo éxito (el Sermón de la Montaña) y estableció una tregua (ganándose un Premio Fifa de la Paz) y les dijo:
– Nada de nefitas ni lamanitas, todos buenos cristianos a partir de ahora. Y no los quiero ver peleando.
– ¿Y el castigo por la piel oscura... Nos lo vas a levantar?
– Este... ¡Mi Padre me llama! ¡Adiós, “tonotos”!
Hubo paz –se supone– por 200 años, pero volvieron a caer en pecado y todo valió, como se dice en los ámbitos académicos, “shihis” de gallina.
En efecto, el mormonismo tradicional aseguraba que los lamanitas arrepentidos se emblanquecían como si los pasaran por un filtro de Instagram, mientras que los irredentos permanecían prietos cambujos, como celestial precaución para que no resultaran atractivos a ojos de los nefitas (¡Dios no conoció a Rihanna!), y que de allí descienden todas las culturas indígenas precolombinas.
Mire, yo no soy nadie para poner en duda las revelaciones dadas a ningún profeta en este mundo, pero ¿qué hay de la evidencia de estos prodigios? ¿Qué fue, por ejemplo, de las milagrosas planchas de oro con el divino mensaje?
– Fíjense que se las devolví al Ángel Moroni... ¡Apenas esta mañana, h’mbre! Hubieran venido ayer. Aseguró Smith.
¡Lástima! Quizás si preservásemos mejor las verdaderas reliquias de valor –qué sé yo–, el Arca de la Alianza, el Cáliz Sagrado, y no tonterías como el Santo Prepucio del Niño Jesús, sería más fácil vencer la incredulidad... Aunque ni falta que hace, pues sólo de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días se cuentan hoy 17 millones y medio de miembros, pese a la extravagancia de su mito fundacional y pese a las atrocidades que se imputan a sus altos jerarcas.
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Creo que el secreto es la construcción de una narrativa en la que el indoctrinado se vea involucrado como miembro activo del bando “de la razón”, el de los buenos, dentro de un conflicto con una fuerza antagónica, perversa por necesidad.
La semana pasada, el profeta de Macuspana reapareció con un nuevo volumen de su incontinencia verborreica: “Grandeza”, en el que da rienda suelta a su chauvinismo y maniqueo patrioterismo.
AMLO ha construido su discurso político a partir de la noción de un pasado noble, idílico, perfecto, impoluto, destruido por un invasor extranjero que está en permanente deuda con México, partiendo de la errónea idea de que México es sólo el linaje descendiente de los pueblos aborígenes y no el resultado de la fusión entre conquistados y conquistadores.
Obvio, es mejor asumirnos siempre como la parte agraviada, ofendida y en permanente proceso de redención, con un importante saldo material y moral por cobrar sin fecha de expiración.
Al convencer a sus fieles y adeptos de que forman parte de una nación-víctima, AMLO les otorga el derecho a resarcirse como mejor estimen conveniente, a la vez que los hace lidiar con un “dicotómico complejo-complejo de superioridad/inferioridad”.
Por eso el nuevo best-seller del genio literario de Tepetitán se centra en apuntalar la tesis lopezobradorista en tres aspectos fundamentales:
– Que los pueblos originarios de Mesoamérica vivían en un edén en el que no se conocía perversidad ni corrupción, debilidades que uno pensaría inherentes a la naturaleza humana, pero que el autor atribuye como antivalores traídos por los conquistadores españoles.
– Que el carácter salvaje de algunas costumbres y rituales de los pueblos originarios (como la antropofagia) son invenciones también de la parte conquistadora, mera propaganda para excusar moralmente su brutal imposición política, social, ideológica y religiosa.
– Que la Conquista fue una lucha entre el bien y el mal, axiomática, sin matices, una lucha que se siguió librando en las posteriores gestas sociales históricas de las que su movimiento es, desde luego y a no dudar, continuación y culmen.
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Una vez “documentada” esta guerra mitológica entre las fuerzas del bien y las de la oscuridad, y una vez que se le dice al converso que es heredero de la causa noble, miembro de la tribu agraviada, lo de menos es presentarse (refrendarse en este caso) como el profeta, salvador, portador de la verdad, la redención y heraldo de un periodo de paz y prosperidad que durará mil años.
La “Grandeza” de AMLO no soporta el rigor histórico, así como el “Libro del Mormón” no soporta ni siquiera el peso de la lógica más elemental. Eso lo sabe el macuspano (o debería, pues hay sobrada evidencia que lo contradice), pero ello no importa cuando hablamos de adoctrinamiento, pues se trata de despertar atributos que nada tienen que ver con el intelecto, como los enconos raciales, el patrioterismo más tóxico y, desde luego, lealtad absoluta e incondicional a la secta y al líder.
Gracias a este mecanismo, se han tolerado los peores crímenes a los ministros de la Iglesia Mormona y se están soslayando los peores crímenes que se hayan perpetrado alguna vez contra México.