Halloween y Día de Muertos: La noche en que hasta las calabazas y las catrinas hacen temblar el decoro
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¿Quién lo hubiera dicho? Que un par de celtas allá en el viejo continente, hace más de dos mil años, estarían sentando las bases para lo que hoy conocemos como Halloween, esa noche de neón, dulces y disfraces de aguacates. Ellos celebraban una festividad de fin de cosecha llamada Samhain, una fiesta donde creían que, al menos una noche al año, los espíritus se escapaban para andar entre los vivos. Porque claro, lo que siempre nos ha encantado, en todas las culturas, es un buen cuento de terror. Pero el espíritu fiestero siempre gana, y el cristianismo, viendo que esto de Samhain podía asustar hasta al más valiente, intentó cambiarlo por algo más “respetable” y “religioso” con el Día de Todos los Santos. Lo que no se imaginaron es que ni la penitencia más estricta iba a cambiar las ganas de los humanos de festejar.
Mientras que en Halloween las criaturas regordetas con ojos brillantes (también conocidos como niños) corren por las calles disfrazadas de cualquier cosa que hayan visto en la televisión o YouTube. En México sacamos el cempasúchil, el papel picado, y preparamos el pan de muerto como si fuera una fiesta a la que ¡hasta los difuntos quieren venir! Para nosotros, el Día de Muertos es una noche en la que la muerte pierde su filo; le damos la bienvenida con color y ofrendas, no con cuentos de espanto.
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Pero la verdad es que el Halloween ahora es la gran farsa de los caramelos caros. El Halloween moderno no es otra cosa que una reunión de disfraces de terror, exceso de azúcar y la paranoia de los papás sobre los dulces envenenados, mientras el verdadero culto oscuro de la temporada es el del azúcar. Y ahí tienes a los niños, corriendo como locos disfrazados de todo lo que les dicte la moda. Por una noche, hasta los más tímidos se transforman en algo que no son. ¿Acaso no saben que al salir con esas pintas invocan todas las miradas de los puritanos y señoras de la cuadra? Porque, claro, ver a un pequeño Joaquincito disfrazado de brujo o a Marielita de diablesa provoca escándalo entre los que aseguran que disfrazarse así es como invocar al mismísimo demonio. Aunque, seamos honestos, lo único satánico de la temporada es el precio de los disfraces y el subidón de azúcar que sigue.
Mientras Halloween ha cambiado, el Día de Muertos sigue siendo la fiesta de nuestros ancestros, la noche mexicana donde la fiesta se pone hasta los huesos. Es esa tradición mexicana que ya no conoce ni del tiempo ni de las modas. Porque aquí no andamos con calabazas huecas, no señor; aquí la tradición es poner ofrendas para recibir a los difuntos, no para espantarlos. Así, cada 1 y 2 de noviembre, ponemos un altar en casa y decimos: “Aquí tienes tu mole, tu tequila y tus cigarros. Ahora sí, pásale, que esta fiesta es de todos”. Mientras en Halloween se trata de espantar (y de empacharse), en Día de Muertos, el verdadero miedo es quedarse sin pan de muerto antes de tiempo.
Aunque debo decir que existe una gran relación, demasiado complicada por cierto, entre religión y fiesta, y nada de esto le hace mucha gracia a los religiosos conservadores, quienes ven en Halloween una celebración de todo lo “prohibido”. Según ellos, disfrazarse de esqueleto es, básicamente, firmar un contrato con el diablo (como si Lucifer tuviera una lista de espera para recibir gente disfrazada de aguacate). En el caso de Día de Muertos, ver un altar lleno de fotos y cráneos de azúcar se lo toman como “paganismo simpático”, porque en el fondo todos saben que no hay alma buena que no disfrute un buen pan de muerto. Sin embargo, tanto Halloween como Día de Muertos tienen algo en común: nos enfrentan con nuestros miedos, aunque sea a carcajadas.
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Si algo sabemos es que Halloween y Día de Muertos no son sólo locales; ¡ahora son fenómenos globales! Hollywood, por supuesto, ha metido las narices en el Día de Muertos, popularizándolo con películas como Coco. El mundo anda encantado con las calaveritas y las catrinas, mientras muchos creen que, por pintarse la cara de esqueleto, están conectando con “el espíritu mexicano”, oiga esa mamada usted. Sólo que olvidan que la tradición es mucho más que una noche de disfraces; es una herencia cultural, una forma de recordar a quienes ya no están, pero sin miedo.
Halloween y Día de Muertos nos recuerdan que la muerte está ahí, tan natural como la vida misma. ¿Por qué no reírnos de ella? Total, ni el Halloween es el fin del mundo ni el Día de Muertos es un festival de brujería. En el fondo, son sólo fiestas que nos enseñan que, de vez en cuando, es bueno reírnos del miedo y dejar que la vida sea un poco menos seria. Así que, en esta temporada, ¡que los caramelos sobren, el pan de muerto abunde y que las sonrisas no falten! Porque como dijo el buen Jaime Sabines: “Alguien me habló todos los días de mi vida al oído, despacio, lentamente. Me dijo: ¡vive, vive, vive! Era la muerte”. Pero al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿Qué opina?
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