Historia de un oso

Opinión
/ 12 noviembre 2023

De dos cosas era dueño don Ignacio Morelos Zaragoza: de un nombre cargado de patrióticas reminiscencias y de un hotel en Monterrey. Una afición tenía: era cazador. El arte de San Huberto le inspiraba pasión muy exaltada, como podía verse por los numerosos trofeos de cacería que adornaban el vestíbulo de su hotel, su restaurante y bar. Ahí se miraban cabezas de venado, de jabalí, de puma; se veían en lo alto de los estantes o sobre las mesas y mostradores águilas de abiertas alas, gavilanes y halcones, lechuzas, codornices, toda suerte de aves caídas bajo la mira de su infalible escopeta.

Un trofeo mayor, sin embargo, poseía don Ignacio Morelos Zaragoza: era un gran oso negro, vivo, que mantenía en una jaula con barrotes de hierro puesta en el patio trasero del hotel. Ese oso lo había capturado muy pequeño el propio don Ignacio en una de sus cacerías por las montañas del norte de Coahuila. Cuando era osezno era manso y juguetón, pero al crecer se tornó peligroso, y hubo que encerrarlo.

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Cierta noche, cuando el señor Morelos Zaragoza estaba en su oficina haciendo las cuentas del día, un asustado sirviente le avisó que el oso había escapado de su jaula y andaba suelto por el hotel. De inmediato don Nacho tomó una pistola calibre .38 y un cuchillo de monte, y salió en busca del animal.

Por esos días se alojaban en el hotel dos huéspedes muy distinguidos. El primero era Cayetano Leal, “Llaverito”, torero de mucha moda a la sazón. Era el segundo un señor muy serio y circunspecto venido de Saltillo. Senador por Coahuila, se llamaba Venustiano Carranza.

-¿Dónde está el oso? -preguntó don Ignacio, pistola en mano.

Le respondió el silencio. Hasta el criado que le avisó había desaparecido. El valiente torero “Llaverito” se había subido a la azotea con toda su cuadrilla. Esgrimía muleta y estoque, por si el oso trepaba hasta la altura donde la torería estaba a buen resguardo. Don Venustiano, por su parte, se había encerrado en su habitación. Solo, pues, avanzó don Ignacio por uno de los corredores. Sintió de repente una presencia tras de sí. Se volvió listo para disparar. Venturosamente no lo hizo, pues quien llegaba no era el oso, sino “Pajalarga”, el picador de “Llaverito”.

-Yo ayudo −dijo con el laconismo que exigían las circunstancias.

-Vamos −respondió don Ignacio usando la misma brevedad.

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Fueron los dos por los desiertos patios. El oso no se veía por ninguna parte. Pero de pronto oyeron en la cocina estruendo de cacharros. Corriendo fueron hacia allá, don Nacho con su pistola, el Pajalarga con su pica. En la cocina estaba el oso. Loco de contento por encontrarse fuera de su jaula se divertía echando al suelo las cacerolas y los platos. Tomó una gran olla y empezó a jugar con ella metiendo y sacando la cabeza. Al ver a su amo fue hacia él con tanta prisa que don Ignacio no pudo acertar a defenderse, ni el picador a darle ayuda. Lo abrazó y lo echó por tierra. Iba a dispararle don Nacho la carga de su .38, pero de pronto recordó que cuando el oso era pequeño acostumbraba jugar luchas con él. En trances apurados como éste bastaba gritarle para que el animal lo soltara. Eso hizo don Ignacio: dio un gran grito. El oso, dócil como un enorme perro, lo soltó y retrocedió. Otra cosa recordó el señor Morelos: bastaba enseñarle un palo al oso, en sus primeros días, para que se asustara. Había un palote ahí, el de hacer las tortillas de harina. Lo tomó don Ignacio y lo mostró al animal. El oso salió apresuradamente de la cocina, fue al patio y se metió en su jaula.

Entonces sí el valiente torero “Llaverito” bajó de la azotea dispuesto a medir su valor contra la fiereza del plantígrado. Pero éste ya estaba a buen recaudo tras los barrotes de su jaula, de tal manera que no fue menester que el esforzado diestro mostrara su arrojo legendario.

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