Históricas cabalgatas

Opinión
/ 11 febrero 2024

A Oscar Wilde lo llevaron a conocer las cataratas del Niágara, y le dijeron que muchos recién casados pasaban ahí su noche nupcial. Comentó: “Seguramente las cataratas son la segunda decepción que las novias se llevan”. Otro comentario hizo: “Esto sería más interesante si las aguas cayeran hacia arriba”. Dos jóvenes esposas intercambiaron sus respectivas experiencias de la noche de bodas. Dijo una: “Mi novio es muy romántico. Me dio un beso en la frente”. Comentó la otra: “Entonces el mío no es nada romántico. La frente fue lo único que no me besó”... Dos cabalgatas son famosas en la historia. Una, la de Paul Revere, en Estados Unidos, quien a medianoche fue casa por casa en su caballo avisando a los colonos americanos la llegada de las tropas británicas. La otra, la de Lady Godiva, en Inglaterra. Su esposo, señor feudal de Coventry, elevó desmesuradamente los impuestos de sus vasallos. Ella le pidió que se los rebajara, y el hombre le puso como condición que fuera desnuda en su caballo por las calles del pueblo. Ella lo hizo. Los vecinos, para no apenarla, se metieron en sus casas y cerraron las puertas y ventanas a fin de no lastimar la honestidad de su bienhechora. Sólo uno, de nombre Tom, se atrevió a mirarla a través de una hendidura en el postigo. Desde entonces en lengua inglesa se llama peeping Tom al mirón o voyerista. (En la época antigua peepers eran los ojos). Dicho sea de paso, el nombre dialectal de lady Godiva era Godgifta, regalo de Dios. Pero advierto que otra vez ando por los cerros de Úbeda, y ni siquiera a caballo, sino a pespunte, como antes se decía para significar que se iba a pie. El caso es que Paul Revere llegó a una granja y gritó: “¡Qué vienen los ingleses!”. Salió la señora de la casa, matrona bien dotada, y le informó: “Mi marido no está, Paul. Anda en Boston, y no regresará sino hasta mañana. Estoy yo sola”. Rápidamente descabalgó Revere y le dijo a la exuberante dama: “Entonces olvidémonos de los ingleses”... Por su parte lady Godiva llegó a la casa. Su marido le preguntó: “¿Por qué tardaste tanto?”. Contestó ella: “Andaba por las calles del pueblo, cabalgando desnuda tal como lo ordenaste”. Replicó el esposo, amoscado: “El caballo regresó hace tres horas”... Presento a mis cuatro lectores a don Luterito. Eleuterio es su nombre, pero todos lo llaman con aquel cariñoso hipocorístico. Esta palabra, “hipocorístico”, a pesar de su tufo pedantesco tiene una linda etimología. Proviene de un vocablo griego que significa “acariciador”. El hipocorístico es el diminutivo de un nombre. “Pepe” es el hipocorístico de José; “Toño” de Antonio; “Pili” de Pilar; “Malole” de María del Roble, etcétera. Don Luterito es un ranchero en flor de edad, vigoroso y recio al hacer obra de varón. Fue a la ciudad y estuvo con una dama de la noche, a la cual le hizo un trabajo tan cumplido que la mujer le dijo que en el segundo trance le haría una rebaja del 50 por ciento. No sólo eso: tan satisfecha quedó de nueva cuenta la sexoservidora que le ofreció a don Luterito que el tercero sería por cuenta de la casa. Más aún: le pidió una cuarta demostración, y le dijo que le pagaría por ella. Desgraciadamente esta vez don Luterito no pudo ponerse a la altura de la ocasión. Si hacerlo tres veces seguidas es difícil, un cuarto episodio es algo casi heroico. Así, el robusto labriego no pudo aprovechar la oferta. Mohíno y enojado le habló a la desfallecida parte. “Qué bonito, ¿verdad? –la reprendió–. Cuando se trata de divertirte a costa mía, o gratis, estás puestísima. ¡Ah, pero que no se trate de ganarme yo unos pesos, porque entonces no cuento contigo!”... FIN.

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