Jardín Botánico de Río de Janeiro: No es para todo público
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¿Por qué construir y mantener espacios verdes diseñados y costosos, en lugares donde la naturaleza ya lo ofrece todo de manera generosa?
Una de las cosas que más me sorprendió durante mi recorrido por Centro y Sudamérica fue la cantidad y calidad de las áreas verdes. Sus diseños cuidados, la limpieza y el nivel de preservación hacen evidente la preocupación de las autoridades por ofrecer espacios de esparcimiento y, al mismo tiempo, promover el cuidado ambiental. Lo confieso: la sorpresa nació de un prejuicio que reconozco en mí mismo. Pensaba que, en regiones con tanta exuberancia natural, ¿para qué se necesitarían parques y jardines?
El Jardín Botánico de Río de Janeiro ilustra muy bien esta reflexión. Con sus 137 hectáreas podría parecer modesto en comparación con el Bosque de Chapultepec, que suma 686. Sin embargo, el Jardín colinda con el Parque Nacional Tijuca, una reserva natural de casi 4 mil hectáreas. Esto me hizo regresar a la pregunta inicial: ¿por qué construir y mantener espacios verdes diseñados y costosos, en lugares donde la naturaleza ya lo ofrece todo de manera generosa?
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Su fundación en 1808 no responde a una preocupación ambiental, que es más contemporánea. Es probable que el interés haya sido científico, ligado al estudio de la botánica. De allí que esté poblado con especies que no coinciden con las de su entorno inmediato. Destacan sus colecciones de bromelias, orquídeas, árboles centenarios y plantas exóticas. Pero también, al observar el trazo geométrico de sus calzadas, las esculturas, los restos arquitectónicos como el Portal de la antigua Academia de Bellas Artes, uno comprende que había otro propósito: el de construir un espacio público que sirviera como plataforma de difusión cultural. El diseño mismo del recorrido revela un interés pedagógico.
El ingreso al jardín tiene un costo de alrededor de 15 dólares para extranjeros. No parece disuadir a los visitantes. Y es evidente que esos ingresos se reinvierten en su mantenimiento: el lugar permanece impecable, a pesar del constante flujo de personas. Sin embargo, surge la pregunta inevitable sobre el carácter público del espacio. Porque no todo el mundo puede costear esa entrada. Y en una región donde la indigencia y la migración son problemas crecientes, el tema es especialmente sensible. En muchos países latinoamericanos, los parques se han convertido en refugio de personas en situación de calle.
El drama es tal que la mayoría de las áreas verdes que visité en los últimos meses se encuentran enrejadas, con vigilancia y restricciones. En muchos bancos se han colocado descansabrazos para impedir que alguien pueda acostarse. Esto reduce, evidentemente, la posibilidad de que esos espacios funcionen como campamentos improvisados. Me cuesta no compartir la preocupación por el deterioro de los parques donde no se han tomado medidas similares. Pero también me cuesta aceptar que la respuesta generalizada sea excluir. Tal vez uno de los dramas más intensos que vivimos hoy es ese: la convicción cada vez más extendida de que, con o sin razón, ciertos públicos ya no son bienvenidos en los lugares públicos.