Juguetes sexuales
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Hay religiones extrañas −en el fondo todas las religiones son extrañas− que sólo admiten la celebración del acto sexual cuando se encamina directamente a la procreación.
Lejos de mí la temeraria idea de contrariar dicho postulado. Pienso, sin embargo, que si Diosito, en su infinita sabiduría, hubiese querido que el acto del connubio sirviera nada más para ese fin, habría dado a la criatura humana un período de celo, como a los animales, de modo que solamente durante cierto tiempo la mujer estuviera en disposición de recibir al másculo. (Reconozco que esta última palabra se oye mal, y se lee peor. La usé por eufonía. Además el diccionario de la Academia la registra).
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Pero sucede −¡bendito sea el Señor!− que en todo tiempo la mujer y el hombre están en aptitud de disfrutarse el uno al otro, y viceversa. La Santa Madre Iglesia, que sabe mucho de estas cosas, reconoce tan bonancible circunstancia, y ha aceptado que el acto de coición no sólo sirve para perpetuar la especie, sino también para sedar la concupiscencia y propiciar la ayuda mutua de los cónyuges.
Tampoco a la Santa Madre Iglesia quiero contradecir −¿quién soy yo para andar contradiciendo madres?−, pero me gustaría añadir que el sexo sirve también como inefable fuente de gozo, de placer. “Es la ópera de los pobres” −decían en Italia al aludir al sexo. Marx se equivocó (hablo de Karl, naturalmente; Groucho jamás se equivocó): el verdadero opio del pueblo no es la religión: es el sexo. Si la gente no pudiera hacerlo andaría siempre en la lucha de clases.
El ingrediente principal del sexo es el placer. Y eso no lo digo yo: lo dice la naturaleza. Si el acto sexual no fuera placentero la vida se habría extinguido ya en el planeta. El placer es la dulce trampa que nos puso esa otra santa madre, la Naturaleza, para llevarnos a cumplir la tarea de perpetuar la especie. Si las criaturas animadas no sintieran ese placer no se daría la procreación, que tantas cargas y fatigas trae consigo. Con mucha razón la gente del norte de Coahuila dice al hablar de una mujer embarazada que “está enferma de gustos pasados”.
Ahora bien. El hombre es animal −algunos más que otros−, pero es un animal distinto a los demás. Para bien o para mal su inteligencia lo hace diferente, y también su libertad. Así las cosas, no hace las cosas como los otros animales. Ya dije que éstos tienen una época de celo; la criatura humana, en cambio, todo el tiempo del año anda encelada. Por tanto para el hombre y para la mujer el sexo no es únicamente el acto de la procreación. Sirve para eso, claro, y la procreación puede ser su consecuencia, pero las más de las veces la pareja humana hace el amor no para tener hijos −si así fuese todas las parejas tendrían veintitantos−, sino para disfrutar de su mutua compañía, y derivar de ella placeres sensoriales.
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De ahí que mientras los otros animales no sientan siempre el ímpetu sexual, el hombre lo experimente de continuo. Un curita joven, atormentado por los deseos de la carne, le preguntó a un anciano sacerdote −90 años tenía ya− cuándo se terminaba ese continuo ardor.
-Hijo −le contestó aquel sabio varón−. Por mis estudios de las Sagradas Escrituras, por lo que he leído en las obras de los Padres de la Iglesia y, sobre todo, por mi propia experiencia, creo que el deseo carnal desaparece unos 15 días después de que te mueres.
(Continuará. El artículo; no el deseo carnal).