La decencia en la política, ¿el camino para transformar a México?
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No sé cómo explicar el proceso (o falta de este) que sigue alguien que tiene, como yo, un espacio de opinión semanal, como este, en un periódico. Supongo que muchos de quienes se animan a compartir opiniones en editoriales y que no tienen ni reciben línea editorial alguna, seguirán un “proceso” similar al mío, en el que en los días previos a sentarse frente a la hoja en blanco te llaman la atención uno o varios temas que tienen cierta relevancia y que pueden ser materia de análisis y reflexión.
En ocasiones no salta nada a la vista y en otras se puede tener más de un tema en mente. Esta semana tenía ya notas sobre dos temas candidatos para este espacio, el “síndrome de la indefensión aprendida” y otro sobre la psicología humana y su falta de buen juicio de acuerdo con Charlie Munger. Sin embargo, algo me distrajo de esos temas y me puso a pensar en cómo podría ser un país si sus líderes, en todos los niveles y ámbitos, y la gran mayoría de sus ciudadanos tuvieran algo que parece debiera ser mucho más común de lo que es: decencia.
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¿Cómo crees que se vería México si en nuestra vida cotidiana y nuestras relaciones y contactos con autoridades y burocracias nos topáramos siempre, o casi siempre, con personas decentes, que a su vez dependen de otras personas decentes? ¿Será mucho pedir esperar que quienes son electos para un puesto de la función pública y quienes son contratados por estos en sus aparatos burocráticos sean decentes? Si cada acción, política y estrategia de gobierno, desde el nivel municipal hasta el federal, se hiciera medida con un rasero fundado en el nivel de decencia que tiene detrás dicha acción o política, estoy seguro de que el país se vería muy diferente.
Tal vez podamos empezar por entender qué es la decencia. La Real Academia Española incluye en su definición de decencia lo siguiente: “Dignidad en los actos y en las palabras, conforme al estado o calidad de las personas. Recato, honestidad, modestia, pudor, integridad, moralidad, virtud, ética, vergüenza, compostura, honorabilidad”. Y alguien que se considera una persona decente es alguien “digno, que obra dignamente, honesto, honrado, honorable, respetable, íntegro, pundonoroso, decoroso, noble”. Estoy seguro de que a nadie sorprende esta definición y sinónimos, pero a mí me sorprendió lo poco que parecemos pensar en lo que significa esta palabra y las implicaciones y alcance que tendría integrarla en la función pública. Imaginemos cómo se vería México en 1, 10, 20 o 50 años si a partir de hoy tuviéramos una gran mayoría de personas con un nivel razonable de decencia (no tienen que ser perfectos) manejando y trabajando los casi 2 mil 500 municipios, los 32 estados, el Gobierno Federal, el poder legislativo y judicial. Me parece que los resultados se verían casi inmediatamente y pudiera ser que en un año no reconociéramos a nuestro querido país.
Imaginen a un presidente que, por ser muy decente, no se atreva a mentir a diario o a supeditar todo un país y sus políticas a una ideología personal o a una interpretación alternativa de la realidad. Un presidente o gobernador que, por decencia, no se anime a rodearse de funcionarios afines que no tienen la capacidad, experiencia o trayectoria adecuada para el puesto que les encargan. Imaginemos a un funcionario, de cualquier nivel, que, por ser decente, sea capaz de reconocer los problemas y retos a su cargo como primer paso para poder atenderlos o resolverlos. Pensemos en cómo se vería una funcionaria que, por decencia elemental y vergüenza tenga cuidado de no malgastar el presupuesto que se le asigna en vuelos de primera clase cuando esos recursos pudieran haber ido a apoyar al sector que se le encargó. Un presidente municipal que, por ser decente, no sólo no diga que robó poquito, sino que no robe siquiera poquito. Un juez o magistrado que, por decencia básica, no politice sus decisiones ni refleje preferencias a la hora de impartir justicia.
Pensemos en un México en el que poco a poco podamos ver que son más y más los funcionarios que actúan con decencia elemental, de manera que sea palpable para todos cuando haya uno que no lo sea y que esos que no tengan un nivel mínimo de decencia sean gradualmente desplazados o reeducados. Que, conforme se consolide el avance de la decencia en nuestras sociedades, seamos capaces de no hacerle el caldo gordo a quienes no se comportan a la altura de lo que merece una sociedad decente con gobiernos y funcionarios decentes.
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Así sería mal visto el ciudadano que en un restaurante o lugar público se levante a saludar a un funcionario o exfuncionario indecente. La propagación de la decencia pudiera ser la epidemia que nos caiga como anillo al dedo. Seguramente hay políticos y funcionarios decentes, así como los hay entre la ciudadanía en general. Por algún motivo, no parece que los decentes estén ganando la batalla. El país y su sociedad han llegado a niveles alarmantes de deterioro tras décadas de corrupción, ineptitud y falta de decencia. ¿Será mucho pedir? ¿Por dónde o cómo podríamos empezar? Tal vez soñar en cómo se vería ese México sea el primer paso para poder animarnos a emprender la propagación de la decencia, y poniendo nosotros el ejemplo.