La desaparición del Paraíso

Opinión
/ 22 diciembre 2023

Una gran inquietud me desvela: temo que haya desaparecido el Cielo. Cuando éramos niños se nos prometía esa morada celestial si no desobedecíamos a nuestros padres como desobedeció a los suyos La Mujer Araña, ni decíamos mentiras, ni faltábamos a misa aunque dieran en el matiné del Palacio “La invasión de Mongo”. En cambio, no ganaríamos el eterno premio si hacíamos cosas malas. (Yo me afanaba en descubrir cuáles eran esas “cosas malas”. Era demasiado temprano aún para saberlo. Y creo que tratándose de cosas de la carne todavía no lo sé con claridad).

¿Por qué temo que haya desaparecido el Cielo? Porque ya desaparecieron los aparadores de mi infancia, aquellos mágicos escaparates colmados con todas las jugueterías. Si esos aparadores desaparecieron, entonces seguramente el Cielo ya desapareció también.

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Los niños de ahora les piden a sus papás que los lleven a Disneyworld, o a esquiar en Aspen o Ruidoso. Bendito sea Dios: nosotros les pedíamos que nos llevaran a ver los aparadores. Llegaba papá de su trabajo a eso de los 7 de la tarde; merendaba de prisa -nosotros nos encargábamos de apresurarlo-, y luego se volvía a poner el saco y el sombrero y salíamos calle abajo, mi papá con la niña de la mano, mi madre con los niños.

Íbamos a pie. Entonces sólo unos cuantos ricos tenían automóvil. Bajábamos por la calle de General Cepeda; dábamos vuelta en Juárez, sin detenernos ni siquiera para echar una golosa mirada a los famosos jamoncillos de Simón; cruzábamos diagonalmente la Plaza de Armas para llegar a Ocampo y Zaragoza... Ahí empezaba el Paraíso Terrenal.

Había muchísimos aparadores en Saltillo –más de cinco-, pero los mejores eran los de la Ferretera del Norte y la Ferretería Sieber. ¡Qué aparadores, santo Cielo! Comparados con ellos todos los tesoros de Simbad el Marino, Alí Babá o Aladino eran como el presupuesto municipal de Huipanguillo comparado con las reservas de Fort Knox. Ahí muñecas, ahí pelotas, ahí patines -del diablo y de los otros-, ahí carritos de todos los tamaños, y triciclos, y bicicletas, y rifles de municiones, y máscaras del Zorro, y mecanos, y juegos de carpintería, y dados de madera con coloridos números y letras, y boliches, y soldaditos, y tanques de guerra, y barcos, y aviones...

Y trenes... Eso era lo mejor: los trenes. Eléctricos, naturalmente, de la marca Lionel. Entiendo que se pronuncia Láionel, pero nosotros decíamos Lionél. Eran carísimos esos pequeños trenes; supongo que cada año se vendían en Saltillo uno o dos, y quizás exagero. Nosotros íbamos nomás a verlo en el aparador de la Ferretería Sieber, dando vueltas y vueltas en torno de una aldea de casas de papel cartón. Con eso teníamos. Nos la arreglábamos para abrirnos paso entre el apretado grupo de espectadores chicos y grandes, todos por igual extasiados en la contemplación de aquella maravilla, y con nariz y manos pegadas al vidrio del aparador mirábamos el prodigio como en éxtasis. De cada cien niños de mi época, ciento uno soñaban con tener un trenecito Lionel. Nada más el uno realizaba el sueño. Por eso no me extraña conocer hoy a tantos señores serios que coleccionan trenecitos: jamás es tarde para cumplir los sueños.

Todavía hay aparadores, pero los que mis ojos de niño contemplaron han desaparecido. Por eso temo que también haya desaparecido el Cielo. Las mejores cosas son las que se han ido ya.

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