La era del conspiracionismo

Opinión
/ 15 enero 2023

Cuando el 6 de enero de 2021 una turba furiosa invadió el Capitolio de Washington, la reacción generalizada fue de estupefacción. Los atavíos carnavalescos de algunos asaltantes provocaban hilaridad, pero su objetivo no era ninguna broma: impedir que el ganador de las elecciones, Joe Biden, fuera proclamado presidente; un ataque al corazón del Estado más poderoso del mundo que abrió la veda a réplicas como la que tuvo lugar el domingo en el Congreso de Brasil, invadido por miles de bolsonaristas radicales.

Todavía están abiertas las investigaciones para aclarar los sucesos de aquel día y la responsabilidad de su principal instigador y beneficiario, que siguió en directo desde la Casa Blanca el asalto de sus seguidores sin mover un solo dedo para frenarlos. Pero lo que no explicará ninguna comisión ni tribunal es qué pasó por la mente de aquellos ciudadanos airados para convencerles de que irrumpir violentamente en el templo de la democracia era la única forma de salvarla.

Trump no cesaba de repetir que había ganado las elecciones y denunciar sin pruebas un supuesto fraude masivo, pero su excusa de mal perdedor no habría encontrado ningún eco si no hubiese caído sobre el terreno abonado de una población intoxicada durante años por una sobredosis de mentiras.

El último libro de Ignacio Ramonet, La era del conspiracionismo. Trump, el culto a la mentira y el asalto al Capitolio, sienta en el diván a la sociedad estadounidense y analiza cómo se ha ido deslizando por la pendiente de la paranoia hasta llegar al borde del enfrentamiento civil. El eslogan “es la economía, estúpido” de la campaña de Clinton contra Bush padre, en 1992, podría cambiarse ahora por “es la frustración, estúpido” para explicar por qué millones de ciudadanos desclasados y empobrecidos respaldaron a un Trump cuya política fiscal beneficiaba a potentados como él y perjudicaba a la mayoría.

Para que eso fuera posible tuvo que producirse lo que el exdirector de Le Monde Diplomatique y presidente de su edición en español llama “el fin del sueño americano”: la debacle económica de la clase trabajadora blanca, a la que durante el siglo XX se identificó con el prototipo del americano emprendedor y exitoso. Es cierto que los cascotes de la caída de Lehman Brothers golpearon con más dureza a afroamericanos o latinos, pero estos no tenían la sensación de haber sido despojados de lo que siempre creyeron suyo. Para Ramonet (ciudadano del mundo nacido en Redondela, Pontevedra, sociólogo y semiólogo, doctor en Ciencias Sociales por la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París) la epidemia de antidepresivos y opiáceos que arrasa Estados Unidos es fruto de la falta de escrúpulos de las farmacéuticas, pero también síntoma de un profundo malestar social. La “discriminación positiva” en favor de minorías ha servido de coartada para alimentar el sentimiento identitario de unos trabajadores blancos que atribuyen su caída en desgracia a su condición étnica y no a la creciente desigualdad e interpretan el “Make America Great Again” de Trump como una promesa de volver a los buenos viejos tiempos.

Sobre este trasfondo han irrumpido las redes sociales como canales privilegiados de transmisión de la información. Lejos de multiplicar las interacciones sociales, sus algoritmos crean públicos fragmentados, propician que los usuarios solo reciban mensajes que reafirman sus prejuicios, generan círculos cerrados sin contraste con el exterior. Si antes toda la sociedad estaba expuesta al bombardeo de los mass media, ahora cada grupo se retroalimenta de sus propias fuentes, muchas veces tóxicas.

La doctrina de los “hechos alternativos” pretende que todas las versiones tienen el mismo valor, sean ciertas o no. No importa que una noticia sea falsa si reafirma una verdad superior: la que sienten en sus tripas quienes se sienten maltratados o víctimas de una injusticia; por ejemplo, el robo de las elecciones a Trump. Los referentes que deberían orientar a la sociedad en medio de la confusión e incertidumbre (periodistas, políticos, académicos, científicos) están desacreditados. Ya no se les mira con respeto reverencial sino con recelo e incluso resentimiento.

La mentalidad complotista pretende que medios de comunicación, clase política, poderes económicos y figuras culturales forman una casta corrupta responsable de todos los males. Su palabra vale lo mismo que la de charlatanes o brujos. El método científico inspira menos confianza que un conjuro. Es la vuelta a la edad de las tinieblas, el mundo antes de la ilustración.

El conspiracionismo pretende que una camarilla mueve en secreto los hilos del mundo. Los miembros de esa élite son poderosos; pero también se sienten especiales quienes creen en esta teoría: pueden ver lo que los demás no ven, tienen los ojos abiertos en un mundo de ciegos, como en la película Matrix. En este ecosistema triunfó el Pizzagate, la historia de una supuesta secta de pedófilos satánicos dirigida por Hillary Clinton con epicentro en una pizzería de Washington. Tras ganar millones de adeptos en el mundo virtual, uno de sus creyentes traspasó la frontera del mundo real y el 4 de diciembre de 2016 la emprendió a tiros en el restaurante.

El ataque a la pizzería y el asalto al Capitolio demostraron que los bulos, por delirantes y estrambóticos que resulten, no son inocuos. Trump fue desalojado de la Casa Blanca y perdió el altavoz de las grandes redes sociales. Pero el nuevo dueño de Twitter, Elon Musk, le ha invitado a regresar. Aunque de momento haya declinado la oferta, los discursos racistas, antisemitas y xenófobos vuelven a circular por las grandes autopistas de la información y no solo por carreteras secundarias.

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