La espera de la eterna novia
Entremos sin que nos vea. Nadie más que ella podría vernos, pues vive sola. Su única compañía es la de sí misma. Digo mal: también la acompañan sombras que ella mira pero nosotros no.
Entremos en la recámara. Tiene ahí un pequeño tocador con espejo, de esos que la moda del tiempo llama “coquetas”. La coqueta lleva un festón de tela estampada con motivos de flores. Ahora ya no se usa ese mueble. Tampoco se usa la palabra “motivos”. Antes se oía mucho:
-Compré un jarrito de barro y lo decoré con motivos de frutas.
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Hace unos días escuché la palabra usada así. Pero se la oí a una señora de mi edad. No sé si eso cuente.
La coqueta es mueble de muchachas. Ella no es muchacha ya. ¿Cuántos años tiene? Tratemos de adivinar su edad: anda en los 40. Si no los cumple hoy los cumple mañana. Y sin embargo actúa como si tuviera 17. Eso es locura, desde luego, pero sucede que ella está loca. “Loquita” dice la gente, por aquello de la caridad.
Se llama Elvira, Elvirita Arocha. De joven vio cómo sus amigas se iban casando una tras otra. Ella iba a sus bodas, primero con alegría, porque pensaba que ese matrimonio era anuncio del suyo; después con una cierta tristeza, luego con amargura. Por último ya no fue.
-Te extrañé el día de mi boda, Elvirita.
-Estaba enferma. Y perdóname, que llevo prisa.
En Saltillo, en aquellos años, nadie llevaba prisa.
Pasó el tiempo, y Elvirita Arocha se agostó. Salía a barrer la banqueta en la mañana, pero se metía apresuradamente y cerraba la puerta cuando veía a una de sus amigas venir orgullosa con el niño recién nacido que llevaba en un carrito hecho de mimbre.
-Qué rara se ha vuelto Elvirita.
-De veras... ¿Por qué será?
Un día la gente vio con asombro a Elvirita sentada en una silla de Viena frente a la ventana de la sala, que había abierto de par en par. Llevaba puesto su mejor vestido; se había pintado la cara con polvos de arroz; se había puesto arrebol en las mejillas con papel de China rojo que mojó en su saliva.
-Elvirita ¿qué hace usted ahí sentada?
Y ella, sonriendo mansamente:
-Estoy esperando a mi novio.
El novio de Elvirita no existía.
-¿Quién es su novio, Elvirita?
-Es el joven José García Rodríguez, estudiante del Ateneo. Después de clases viene a verme.
O si no:
-Es el licenciado Carlos Pereyra. Está escribiendo un libro, y me lo va a dedicar.
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Fantasías, fantasías todas. Aquellos noviazgos no eran ciertos; los galanes que inventaba, uno distinto cada día, lo eran de otras muchachas. Pero ella esperaba, esperaba siempre al novio que no llegaba nunca. Abría la ventana a las 6 de la tarde, y ahí se estaba, en la silla de Viena, con su mejor vestido, pintadita la cara y en ella esa vaga sonrisa, una mano sobre la otra en el regazo, hasta que el reloj de la Catedral sonaba las 9 de la noche. Entonces cerraba la ventana y apagaba la luz de la sala. Y lo mismo el siguiente día, y el siguiente, y el otro...
Así los mexicanos, digo yo: siempre tenemos abierta la ventana a esa eterna novia que llaman esperanza, y la esperanza no se cumple.
Abramos, sin embargo, la ventana. Tengámosla siempre abierta. Y si no llega la novia salgamos a buscarla.