La tercera marcha por la democracia este domingo fue una expresión de rechazo y repudio contra el presidente Andrés Manuel López Obrador. Miles desbordaron el Zócalo en la Ciudad de México y cientos más se manifestaron contra el régimen en decenas de ciudades del país y en un puñado en el mundo. Fue eminentemente una movilización de ciudadanos, que acudieron en forma voluntaria o animados por organizaciones de la sociedad civil, a las que se sumaron políticos de manera individual. Fueron a ponerle cara y desafiar a un presidente valiente en la retórica, pero medroso y tramposo en los hechos.
El Palacio Nacional quedó rodeado por planchas de metal, pese a que ninguna de las manifestaciones que han realizado los ciudadanos ha sido violenta, una reacción de la Presidencia como acto reflejo del temor que tiene el Presidente a las críticas. Ya lo vimos cuando dejó de caminar por las terminales de los aeropuertos porque cada vez lo increpaban mal por el desastre de sus políticas públicas. Lo vemos cada vez que va a Acapulco y se atrinchera en la Zona Naval. También en sus actos proselitistas por el país, cerrados, controlados. Todos conocemos lo irascible que se pone cuando las cosas no salen como las quiere.
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Blindar Palacio Nacional no fue lo único. Una vez más, para esta movilización también ordenó que la bandera mexicana no fuera izada en el Zócalo capitalino como todos los días. Una acción pírrica que raya en lo absurdo de la lógica que por darse una expresión de rechazo al Presidente, no tenga como marco visual la bandera de México, como si el emblema patrio fuera de su propiedad. Lo puede hacer porque es comandante supremo de las Fuerzas Armadas, y el Ejército, institucional, acata sus berrinches. El gobierno de la Ciudad de México, para ayudarlo, quiso estorbar la llegada masiva al Zócalo capitalino, cerrando accesos para que los pocos que quedaban se saturaran y no se viera la fuerza de la convocatoria, y en algunas calles aledañas el ulular de las sirenas de las patrullas no dejó oír el discurso.
Pero, ¿alguien se sorprende? López Obrador sabe que hay un segmento importante de electores que están contra lo que ha hecho en su administración y van a votar contra su candidata, Claudia Sheinbaum. No le importa al Presidente, como volvió a mostrar el viernes pasado cuando dijo que quienes asistieran a la marcha estaban apoyando a la corrupción. Esa retórica incendia por la grave mentira que usó para descalificar, en particular porque la imputación cabe mejor en su persona.
Ahí tenemos el menú: la corrupción flagrante en Segalmex, el dinero en efectivo que han recibido sus hermanos −que legalmente es recurso de procedencia ilícito−, el sepultar las investigaciones de la UIF sobre sus familiares y de la Fiscalía contra sus cercanos, las crecientes pruebas de actos ilegítimos y posiblemente ilegales que involucran a sus hijos, la opacidad con la que se maneja el Gobierno en la obra pública, sin contar lo que probablemente iremos descubriendo en las próximas semanas.
La abultada movilización de este domingo respondió a sus exabruptos: no quieren que regrese la corrupción, buscan que la corrupción actual termine con un cambio de rumbo en las elecciones. Pero sobre todo, se trata de la disputa por la Nación, parafraseando al Presidente, que a su vez retoma el título del libro seminal de Carlos Tello y Rolando Cordera publicado en 1981; es lo que está en juego. Tello y Cordera exploraron la lucha entre dos modelos antagónicos y excluyentes, como consecuencia de las sucesivas crisis en los setenta. Y aún no sucedía la nacionalización de la banca en 1982, que causó otro desastre que favoreció a la tecnocracia que buscaba un realineamiento de las fuerzas políticas y sociales en torno a un modelo económico, que finalmente se dieron, a su favor, en 1985. La de hoy es una lucha que tiene parte de económico, pero no como se planteó hace más de 40 años −los primeros cinco años de gobierno de López Obrador se desarrollaron bajo una política neoliberal−, sino de poder y control político unipersonal.
López Obrador buscó un cambio de régimen profundo que, al no darle tiempo a lograrlo, quiere consumarlo con Sheinbaum en la Presidencia, en lo que puede sintetizarse como una lucha entre un sistema liberal y un sistema iliberal. Los liberales, que apuestan por libertades civiles y económicas en un marco de leyes y contrapesos, están perdiendo en el mundo ante modelos iliberales, que legitimados por las victorias de sus proponentes en las urnas, desarrollan políticas autoritarias, pérdida de libertades y contrapesos. Esta es la disputa por la Nación que ya se vio en recientes elecciones en El Salvador e Indonesia, donde ganaron los perfiles autoritarios, y en otras paradigmáticas que habrá este año en Estados Unidos, Rusia, India, Turquía, Venezuela y en la propia Unión Europea.
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México está en ese dilema. ¿Qué quiere la mayoría de los mexicanos? Eso lo determinarán el 2 de junio. Pero para las decenas de miles que se movilizaron ayer, la opción real es Gálvez, que se presenta como la candidata del cambio al statu quo del lopezobradorismo. Sheinbaum es la continuidad, no sólo en las líneas generales que ha estado dibujando López Obrador, sino como administradora, al menos por el primer año de su eventual gobierno, de los mandatos y prioridades del Presidente actual.
Las movilizaciones, como dijo el único orador del evento, Lorenzo Córdova, hasta recientemente consejero presidente del Instituto Nacional Electoral (INE), no eran a favor o en contra de ninguna candidata, sino en defensa de la democracia que, añadió, se quiere destruir. No es una lucha doctrinaria, per se, entre izquierda y derecha, como la quiere proyectar López Obrador. Es sobre las libertades, donde otros líderes en el mundo, sin importar la díada ideológica, han tomado bando por la disminución y demolición de estas. Aquí está el fondo de la disputa mexicana, y que cada quien decida lo que quiere en las urnas.
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