Viajar: La apertura que enseña el camino
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Cada acto cotidiano adquiere otra lógica, a veces desconcertante, a veces deliciosa, pero siempre distinta
Hay una cierta disposición interior que sólo se aprende viajando. Cuando uno vive en un mismo sitio, las rutinas ofrecen una especie de andamiaje emocional: lo conocido ordena, lo previsto tranquiliza. Pero cuando se viaja por largas temporadas y se llega a lugares de los que apenas se sabe el nombre y la ubicación, lo que queda es abrirse. Abrirse a que las cosas no sean como las hemos aprendido o imaginado, a que aparezcan pequeños imprevistos, y a que ese desajuste forme parte de la experiencia.
En mi último viaje, por ejemplo, dormí cinco semanas en una cama de Costa Rica, cuyo colchón tenía resortes traicioneros que me invitaban a no moverme demasiado durante mis noches. Y en Panamá, la anfitriona del lugar donde me hospedé me dio una piedra para cerrar la puerta de mi cuarto, porque llevaba tiempo descompuesta. En otras circunstancias, me habría quejado y reclamado al Airbnb. Esta vez decidí no hacerlo. No porque el precio del alojamiento fuera bajo –no lo era–, sino porque comprendí que, si dejaba que esas molestias ocuparan mi energía, perdería algo más valioso: la posibilidad de disfrutar plenamente la estadía. Fue, creo, la mejor decisión.
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Lo que sucede con las comidas también puede servir de ejemplo de esa necesaria apertura. En cada país no sólo cambian los sabores, sino las cantidades, los horarios y hasta la manera en que un mesero entiende lo que significa atender. Pero la disposición para adaptarse también hace falta a la hora de hacer mandado, limpiar la pieza, bañarse, tomar transporte. Cada acto cotidiano adquiere otra lógica, a veces desconcertante, a veces deliciosa, pero siempre distinta. Uno puede pelearse con todo eso para que ocurra como uno espera... pero incluso si ganara esas batallas, terminaría perdiendo en disfrute.
Me parece que, cuando estamos de fijo en un lugar al que llamamos hogar, esas rupturas de sentido aparecen con menos frecuencia. La vida se vuelve un territorio más estable, uno aprende a controlar buena parte de lo que pasa y los hábitos se consolidan. Sin embargo, basta mirar la vida con calma para reconocer que, aun en casa, la existencia también sufre mutaciones: la niñez, la adolescencia, las múltiples etapas de la adultez. Cada una tuvo su forma particular de habitar el mundo y, querámoslo o no, ya no regresará. Por más que algunos se empeñen en vivir a lo Peter Pan, el tiempo sigue su curso, silencioso e inexorable, modificando las circunstancias que sostenían nuestras viejas rutinas hasta dejarlas sin sentido.
Por eso, aunque el viaje exige apertura, también es necesario reconstruir ciertos hábitos lo antes posible. No sólo los del trabajo —que en la vida del nómada digital no perdonan retrasos—, sino también esos pequeños rituales que ayudan a sentir que uno pertenece a un lugar, aunque sea de manera provisional. En mi caso, siempre termino encontrando un rincón en un parque. Basta llegar allí cada tarde, sentarme bajo un árbol y respirar. En ese instante, por fugaz que sea, siento que estoy en mi sitio.