La Navidad y el negocio del consumo

Opinión
/ 13 diciembre 2025

Con la globalización como megáfono del libre mercado, la celebración del nacimiento de Jesús dejó de ser una fiesta espiritual y familiar para convertirse en un acontecimiento dominado por la compulsión por las compras

La Navidad no siempre estuvo asociada al consumo. Los antiguos adoraban y celebraban, por el solsticio de invierno, el nacimiento del Sol Invicto. El culto comenzó alrededor del año 274, en tiempos de Aureliano. Los egipcios, griegos, romanos, incas, mexicas y pueblos mesoamericanos también lo adoraban y celebraban por las mismas fechas. Constantino, en el siglo 4 (d.C.), oficializó la fiesta del nacimiento de Jesús, el nuevo Sol de Justicia, el 25 de diciembre. A partir de ese momento se reemplazó el culto al sol por la celebración cristiana de la Navidad.

Francisco de Asís es el precursor de las celebraciones navideñas tal como las conocemos –en el año 1223–. Por supuesto, no tenían relación con la idea de colocar el pino ni las fastuosas cenas del 24, los regalos, las esferas, el pavo, los Santas y renos, los romeritos, el bacalao, la carne asada, los tamales y los cohetes. Más bien estaban relacionadas con la austeridad, la escasez, el desapego, el abandono, el desprendimiento, el compartir, la colaboración, el desinterés, pero sobre todo con la humildad, esencia del pesebre de Belén y de su mensaje.

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Todo comenzó a comercializarse en Alemania, en el siglo 15, con el surgimiento de los mercados navideños. Por supuesto, esos mercados nunca tuvieron la intención de vincular la fiesta con prácticas comerciales, sino de ofrecer un espacio donde hubiese productos para la celebración religiosa y familiar.

Sus historias se difundieron ampliamente por Europa, dando lugar a múltiples representaciones locales, particularmente en Holanda, donde el personaje central era San Nicolás, conocido por su generosidad y por ser protector de niños y pobres. En ese momento, en los Países Bajos, la población mayoritaria posterior a la Reforma era calvinista; misma que pobló la antigua Nueva Ámsterdam (1664), hoy conocida como Nueva York. ¿Tiene sentido? ¿Papá Noel vs. Niño Jesús?

Como muchas otras cosas, el marco perfecto para cambiar el paradigma navideño –como lo había cambiado Constantino con respecto al Sol Invictus– fue la Revolución Industrial en Inglaterra, que pronto llegó a Estados Unidos, donde la producción en masa y la consolidación de los grandes almacenes generaron nuevas formas de consumo. Así comenzó la comercialización de la Navidad a finales del siglo 19 y principios del 20.

La Navidad con las connotaciones actuales –las del libre mercado– inició con los desfiles de Macy’s, el primero celebrado el 27 de noviembre de 1924, donde comenzaron a decorarse escaparates que resaltan la figura de la tradición holandesa, SinterKlaas. Con los desfiles de la empresa Coca-Cola en 1931, cuya campaña la representaba justamente el mismo personaje, SinterKlaas-Santa Claus, éste se difundió mundialmente, convirtiéndose en la figura central de la comercialización de la fecha y en el ícono de la Navidad. Seguimos asistiendo a la pérdida de la esencia de la Navidad: el nacimiento de Jesús.

Fue en ese momento cuando la Navidad dejó de ser únicamente una celebración religiosa para convertirse, poco a poco, en un motor económico de enorme relevancia para la industria y el comercio, que apuntalan nuevos patrones de consumo y estilos de vida que transforman la festividad. Las tiendas departamentales, que se replicaron por todas partes, la publicidad y los nuevos personajes hicieron de la Navidad una celebración centrada en la compra y venta de bienes materiales.

Justo aquí se dio el maridaje entre el sistema económico y el nuevo producto de consumo masivo. Con la globalización como megáfono del libre mercado, la celebración del nacimiento de Jesús dejó de ser una fiesta espiritual y familiar para convertirse en un acontecimiento dominado por la compulsión por las compras. El consumismo navideño se transformó en un fenómeno global, manifestado sobre todo en el bombardeo publicitario que, por un lado, incentiva el deseo de adquirir productos y, por el otro, maximiza ganancias.

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Como producto de la posmodernidad, se apela al emotivismo, al romanticismo y al sentimentalismo barato, donde la nostalgia por la familia, el amor, el afecto y la gratitud se manifiestan con objetos materiales: los regalos. La práctica del obsequio, que originalmente simbolizaba generosidad y unión, se ha convertido en un imperativo comercial más que en un acto reflexivo y significativo, donde más que la presión por cumplir con lo establecido –dar regalos costosos, ofrecer cenas a los amigos y familiares, las “posadas”, arreglar la casa con motivos navideños, las compras y el uso compulsivo de las tarjetas– genera estrés, frustración y ansiedad cuando no se tiene la posibilidad de cumplir con las condiciones sociales del mercado.

Sin embargo, más allá de criticar las nuevas formas de celebrar la Navidad, se trata de comprender que, una vez más, nos encontramos ante la oportunidad de darle sentido e identidad a la fraternidad, fortalecer vínculos afectivos, reflexionar sobre la solidaridad, practicar la empatía y construir comunidad. En su sentido más profundo, puede ser una oportunidad para replantear nuestras formas de consumir, convivir y celebrar. Así, frente al consumismo desmedido, el desafío consiste en construir una celebración más auténtica, donde la presencia valga más que los regalos y donde la solidaridad y la convivencia prevalezcan sobre la lógica del mercado. Y, por supuesto, donde no olvidemos festejar al festejado. Así las cosas.

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