La perla del diablo

Opinión
/ 24 junio 2024

A dónde no habrá ido este Cronista pateperro, como pronuncian en Tabasco la expresión “pata de perro”, que se aplica al que viaja demasiado. Ahora ha regresado de La Paz, en Baja California Sur. Ahí el mar tiene color de plata antigua, y el cielo es un bruñido espejo sin final.

Hay a distancia del norte una pequeña rada, y ahí sus anfitriones le muestran al viajero un fenómeno curioso que se produce a la caída de la tarde. Al romper contra los arrecifes las olas se revuelven en un extraño vórtice. Entonces la agitación marina cobra la apariencia de una larga y extendida cabellera negra que se diría es la de algún gigante ahogado cuyo cuerpo empezara a emerger.

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Desde luego esa visión fantástica tiene su leyenda. Me cuentan que en Europa causaba admiración un espléndido collar que lucía doña María Amalia de Sajonia. Ese collar llevaba una perla enorme, del tamaño de un huevo de paloma, perla de rara perfección por su albura sin mancha y por su forma.

La perla provenía de La Paz, y alguna vez adornó con su belleza el pecho de una imagen de la Virgen que da su nombre a la ciudad, la Virgen de la Paz. Los padres franciscanos la pidieron a la Reina celestial a fin de llevarla a España como regalo a la Reina terrenal, esposa de Carlos Tercero, y así obtener de ella y del monarca favores para sus misiones.

Fue un indio buceador quien encontró la perla. Se hallaba descansando de sus faenas cuando alguien le recordó que estaba cerca ya la fiesta de la Virgen. “Voy a buscar un regalo para la Señora”, dijo el indio. Volvió a la bucería y se arrojó al mar. Poco después salió con una ostra de grandor inusitado. Frente a sus compañeros la abrió. Dentro estaba aquella perla preciosísima.

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Otro buceador, envidioso de la suerte de su amigo, pensó que en ese mismo sitio habría de seguro otras perlas de igual tamaño y hermosura. Era hombre malo, comido por los vicios, sin fe y sin religión. Al grito de: “¡Ahora yo voy a buscar una perla para el diablo!” se lanzó a las aguas. Ya no volvió a salir. Su cuerpo jamás fue encontrado. El mar no lo quiso devolver. Esa tarde se observó por primera vez aquel misterioso oleaje negro que parece una larga cabellera de indio.

Hay leyendas −algunas tan reales que parecen historias− e historias −algunas tan fantásticas que parecen leyendas− cuyo relato he escuchado en mis andares por este país nuestro tan rico en todo, menos en ventura. Son el reflejo del alma del pueblo mexicano, alma sencilla como el agua y diáfana como el cristal.

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