La urgencia de sanar... de las pérdidas causadas por la 4T
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En los últimos años, meses e incluso días, he sufrido más pérdidas de las que pensé que podría soportar.
Entre amigos, parentela y familia he visto mi mundo achicarse a una tasa desoladora.
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Pero de toda esa gente y criaturas amadas, ninguna ha partido de mi vida de manera tan estúpida como aquellas que escogieron alejarse por diferencias “ideológicas” y hasta “políticas”: Esas que decidieron poner distancia sólo porque mi criterio profesional (que antes celebraban, por cierto) me indica, basado en evidencia, que el “nuevo régimen”, la llamada Cuatro-Te, nos sigue estafando, robando, saqueando y sangrando en la misma medida y proporción en que solía hacer el mejor PRI (o sea, el peor). Son esas personas que aseguran todo lo contrario: que la Cuarta Transformación hasta peca de honesta y bienintencionada; que cualquier falla, omisión o fracaso está dentro del rango de la normalidad y que el estado catastrófico de las cosas es consecuencia de una vieja dictadura de partido, al tiempo que celebran que se instaure otra dictadura de partido idéntica, compuesta básicamente por la misma gente de la anterior.
De alguna manera (y esto sólo pasa en su cerebro), acusar corrupción y negligencia en el lopezobradorato significa celebrar al viejo régimen: aplaudir el salinato, la imbecilidad de Fox, la imprudencia criminal de Calderón.
¿Y sabe qué? Sí que extraño al viejo PRI (o al PRIAN, si así lo prefiere). Al menos, en sus tiempos, todos los mexicanos teníamos al mismo enemigo común bien identificado; celebrabamos al periodismo que exhibía las miserias del régimen; aplaudíamos a los organismos que obligaban al gobierno a transparentarse; hacíamos propias las conquistas civiles como la autonomía del órgano electoral, que antes de ciudadanizarse dependía de la Segob... ¡La Segob! (Dirección: Enrique Segob-iano... ¡Ay, qué mamón! Ya sé).
Al menos entonces teníamos una causa en común y nadie (excepto los zánganos que siempre viven directamente de su relación con el gobierno), nadie tenía la cara tan dura como para defender a un político/gobernante. En cambio, la conciencia ciudadana estaba siempre recelosa, en guardia, a la defensiva.
En mala hora, ya le digo, llegó el embaucador que ha convencido a sus votantes de que la corrupción no ocurre más en el gobierno; que la actividad criminal está bajo control (y que la militarización, pese a ser la estrategia de los últimos cuatro o cinco sexenios, es la mejor manera de combatirla); que las obras ejecutadas eran necesarias y son paradigma no sólo de progreso, sino además de transparencia administrativa y de que la forma más viable de paliar la pobreza y la desigualdad es repartiendo dinero en programas sociales dudosamente estructurados y sin objetivos claros (como no sean electorales).
Como dijo el gato: “No, pos... ¡Miau!”.
Y si alguien con quien solía usted tener una cálida relación le trata ahora con gélida cortesía o de plano ya se agarraron a mentadas de madre, ¡pues qué se le va a hacer! Es triste, pero hay que aceptar cuando una idea sectaria nos secuestra a un ser querido. Ni modo que lo secuestremos para desprogramarle ese lavadón de cerebro que se carga.
Pero nada de esto tendría que ser así. Por muy amplia que fuese la brecha ideológica entre los pro gobierno y la oposición, debería existir una variedad de puntos de convergencia, reclamos en común, algunos débitos que ambas partes echaran en falta. Pero si no los hay, sólo encuentro dos posibles explicaciones: O este gobierno es perfecto (y un grupo de resentidos −entre los que me incluyo− se niega a reconocerlo); o bien, este gobierno es tan falible y corrompible como el que más, pero consiguió indoctrinar a su base electoral, como tantos populistas en América Latina.
¿Qué le suena más plausible? ¿Un gobierno perfecto? ¡Ya, claro! ¡Desde luego que sí! Eso es tan real.
Lo cierto es que estoy francamente cansado de seguir perdiendo gente por una cuestión tan estúpida y todo es consecuencia de la merolico-cracia por la que votamos en 2018.
Le juro que no veo la hora de que el viejo sea relevado por la doctora Ivermectina. Por más que digan que es ella el fruto de su dedazo, que es su marioneta, que es “la calca” y que el bastón de mando es nomás un bastón de comando, estoy seguro −porque la Historia nos lo ha demostrado reiteradamente− que eventualmente se tendrá que dar el divorcio entre el gobierno venidero y el saliente.
Y por más que uno y otra defiendan la misma agenda, finalmente la gobernante entrante tendrá que buscar su propio estilo, herramientas y tácticas de persuasión, negociación, conciliación y comunicación.
Eso de contrapuntear a los distintos sectores, pues le sale bien al viejo porque es un consumado demagogo populista. Pero la doctora no lo es necesariamente.
Para empezar ella no supo o no pudo construirse un personaje político a lo “amlito” (cuando lo trata de imitar da pena ajena) y no cuenta con el blindaje del líder moral de la secta que ellos llaman “el movimiento”. Así que más le valdrá ponerse seria y no tratar de ser López Obrador, que sólo hay uno (¡bendito sea, Cthulhu!).
Ojalá Sheinbaum decida prescindir de las tácticas de encantador (que no domina). Ya con que sea institucional, parca, gris, burocrática, aburrida, me conformo. Con tal de que no siga avivando enconos entre las diferentes clases y sectores del país.
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Entiendo que echar mano de esta herramienta divisiva es tentador, pero tiene un costo demasiado alto en nuestra calidad de vida.
Puedo entender además que un gobierno impulse una agenda política que me disgusta y hasta me da miedo (son los riesgos de la democracia). Pero otros seis años de un cabrón (o cabrona) calentándole la cabeza a la gente, eso sí, podría ser demasiado incluso para México.
Para mí al menos, sí lo sería, con toda seguridad.