Las galletas del prejuicio

Gracias Dios...
Los prejuicios son como sombras que nos acechan silenciosamente, deformando nuestra percepción de la realidad. Nos hacen asumir, juzgar y actuar con una certeza infundada que, a menudo, nos lleva a cometer errores irreversibles.
RECORDATORIO
Existen historias que nos confrontan con esa tendencia humana de apresurarnos a emitir juicios y supuestos partiendo de nuestras experiencias y realidades. Que nos recuerdan que, con demasiada frecuencia, no vemos las cosas como son, sino como las interpretamos a través del prisma de nuestras experiencias y creencias; que muestran cómo nuestras creencias pueden volverse prisiones mentales, distorsionando la realidad y empujándonos a asumir lo peor de los demás sin pruebas, basándonos en suposiciones.
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ATRAPADOS
En un lugar donde el tiempo parece suspendido, donde los ecos del pasado se mezclan con la rutina de los viajeros, transcurre una escena cotidiana y reveladora.
Me refiero a una antigua estación de tren y a un encuentro casual; a un acontecimiento aparentemente insignificante que, sin embargo, encierra una lección profunda sobre la percepción y el buen juicio.
Los protagonistas podríamos ser cualquiera de nosotros, atrapados en la trampa de nuestras propias percepciones.
Este cuento, aparentemente anónimo, es de todos, mismo que lo edité para su mejor comprensión:
LA ESTACIÓN
“La estación del tren estaba casi desierta. En ese espacio se percibía el olor de madera impregnada de historia. Los pisos de tablones, la entrecortada iluminación que se desprendía tímidamente de unos faroles fantasmagóricos, los enrejados y hasta el viejo despachador revelaban algo extraño, tal vez la presencia de siglos dormidos. El andén no era la excepción, las diez bancas de roble parecían secuestrar siglos.
ENCUENTRO
Una señora, que escondía su cuarta década bajo una sutil elegancia, arribó justo a tiempo para su viaje. Pero el despachador le informó que el tren traía una hora de retraso. Se aproximó a la cafetería, compró un paquete de galletas y un refresco dietético. Sin pensar demasiado, se sentó en una de las longevas bancas, sacó un libro y se dispuso a leer para matar la espera.
En ese momento, un joven de apenas veinte años, de esos que llevan jeans carcomidos, mochila a cuestas y un espíritu hinchado de expectativas por inéditas aventuras, se sentó en la misma banca, casi a su lado. Revolvió el fondo de su saco y extrajo un maltrecho mapa en el que empezó a trazar líneas y números. La mujer ni siquiera notó su presencia.
Pasaron algunos minutos, hasta que un brusco movimiento del muchacho obligó a la mujer a desprenderse de su lectura. Asombrada, vio que el imberbe, sin decir agua va, se apoderó del paquete de galletas que estaba sobre la banca. Pero sus ojos verdaderamente se desorbitaron cuando el muchacho, indiferente, abrió la envoltura y comenzó a devorar el contenido del paquete.
FURIA
La dama no lo podía creer, ¡eso era el colmo! No renunciaría a lo que era suyo. Si al menos el muchacho le hubiera pedido alguna de sus galletas, tal vez la situación sería distinta. Pero no, así de descarados y maleducados son los jóvenes modernos -pensó- mientras en su interior maldecía a los progenitores del aventurero.
Decidida a recuperar su pertenencia, hizo acopio de las pocas pizcas de educación que aún conservaba y, visiblemente enfadada, tomó -casi arrebató- del paquete una galleta, asegurándose de que el ladrón se diera cuenta del gesto. A cambio, el joven tomó otra galleta y, observándola, se la llevó a la boca sin dejar de sonreír.
La señora, con el hígado asomándole por el rostro, tomó otra galleta y la devoró de un solo mordisco, mientras clavaba sus vidriosos ojos en los del muchacho.
El encuentro continuó como una batalla campal para ella y como un juego de generosidad para él: ambos se apresuraban a comer las galletas como si se tratara de una competencia olímpica. Ella, cada vez más enojada; él, cada vez más sonriente. La tensión creció conforme los bizcochos, uno a uno, se acababan.
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DESVERGÜENZA
Pero todo, indiscutiblemente, tiene un final. El paquete anunciaba una última galleta. La señora pensó que el muchacho no iría más allá. Se equivocó. El joven, con una sonrisa de oreja a oreja, tomó la “ultimísima” galleta, la partió por la mitad y, con delicadeza, ofreció una parte a la mujer. Ella, con brusquedad manifiesta, soltó un “gracias” seco. Y el muchacho, sin tregua a su buen humor, simplemente respondió: “de nada”.
Cuando degustaba su parte, se escuchó la grave y gastada voz del despachador anunciando la partida del tren. La mujer guardó hoscamente su libro, dejó la banca y, sin mirar al joven, abandonó el andén. En su mente resonaba incansablemente un pensamiento: “¡Qué desvergonzado mundo, qué pésima educación existe hoy en día!”.
Desde el tren, ya en su asiento, divisó al joven que aún se encontraba en el andén y no desaprovechó esa última oportunidad para lanzarle una avinagrada mirada. El joven, al captar su mirada, le devolvió una amistosa sonrisa.
ESCALOFRÍO
El chirrido metálico de los rieles anunció la partida del tren. La mujer, con un amargo sabor metálico, recordó que también había comprado un refresco.
Apresuradamente, abrió su refinado bolso para asegurarse de que al menos su bebida no había sido hurtada. Sin embargo, al hacerlo, quedó paralizada: un escalofrío le recorrió su espalda cuando, desde el fondo oscuro de su bolso, su paquete de galletas apareció intacto, mirándola como un burlón recordatorio de su error.
En ese instante, un peso insoportable de vergüenza la envolvió, y la velocidad del tren pareció arrastrarla hacia una revelación ineludible: había juzgado al joven sin fundamentos y actuado con una arrogancia que ahora le resultaba asfixiante.
El rostro del muchacho reapareció en su mente, esta vez no con la indignación con la que lo había observado anteriormente, sino con una profunda sensación de culpa.
La estación, el andén y el paquete de galletas se convirtieron en símbolos de su propia falta de prudencia, y comprendió que la peor pérdida no era la de unas simples galletas, sino la de la oportunidad de haber sido justa y, más aún, generosa.
Desde entonces, ese recuerdo la acechó como una deuda silenciosa imposible de saldar, como un estridente eco de sus propios prejuicios. Aquel encuentro quedó registrado en su memoria como una advertencia permanente de que es profundamente imprudente insistir en tener razón antes de tiempo, antes de auscultar la verdad”.
BANALIDAD
La historia demuestra que muchos conflictos, injusticias y desigualdades surgen de la incapacidad de cuestionar los supuestos sobre los demás. Solo desafiando estas construcciones mentales se puede progresar hacia una sociedad más justa.
Los prejuicios y los supuestos actúan como filtros que distorsionan nuestra percepción del mundo y de las demás personas. Al permitir que estas ideas preconcebidas guíen nuestras acciones, restringimos nuestra capacidad para descubrir verdades más amplias y justas.
Hannah Arendt advertía que los prejuicios pueden ser utilizados como herramientas de opresión, manipulando la percepción de la realidad para justificar injusticias e incluso atrocidades. Su análisis sobre la banalidad del mal nos alerta sobre cómo, sin una reflexión crítica, podemos ser partícipes de sistemas que despojan a otros de su humanidad.
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Cada juicio precipitado y certeza infundada puede causar grandes injusticias. La prudencia intelectual no solo nos protege del error, sino que salvaguarda nuestra dignidad colectiva contra la intolerancia.
APERTURA
Lo anterior representa una urgente advertencia dadas las realidades que actualmente enfrentamos: el auge de los discursos polarizantes y extremistas, la manipulación de la verdad en los medios y las redes sociales, y la creciente tendencia a dividir el mundo en bandos irreconciliables.
Asimismo, la desinformación, alimentada por prejuicios arraigados y narrativas sesgadas, fomentan la intolerancia destruyendo la compresión y la capacidad de diálogo.
En sociedades cada vez más fragmentadas, el riesgo de la exclusión sistemática y de la deshumanización del otro se incrementa peligrosamente, recordándonos que el desprecio por la diversidad y la falta de reflexión crítica han sido, a lo largo de la historia, semillas de conflictos devastadores.
Hemos excluido el juicio crítico y la apertura al diálogo de nuestras vidas; por eso, hoy repetimos los estúpidos errores de la historia y alimentamos, a diario, las estructuras de exclusión y violencia que, en su momento, justificaron crímenes atroces y perversos contra la humanidad.
¡Una desgracia, cuyas consecuencias -pienso- pueden ser inimaginables!
cgutierrez_a@outlook.com